domingo, 14 de setembro de 2008

Che


A mí, Ernesto Guevara de la Serna, el Che, nunca me cayó ni medio bien, lo que era raro en la izquierda antifranquista. Se explica, porque los castristas habían encarcelado a mi tío favorito y cura en el año sesenta, antes de expulsarlo rumbo a Miami, o sea, que no les tuve demasiada simpatía. El Che, en particular, me parecía un payaso con cierto aire a Cantinflas, pero Mario Moreno era infinitamente más entrañable, incluso cuando se ponía antigringo, como en aquella secuencia de Por mis pistolas, en la que un ranger de Arizona me lo paraba en medio del desierto y le hacía el cuestionario de rigor antes de pasar la frontera, preguntándole, entre otras cosas, si tenía intención de derrocar al gobierno de los Estados Unidos. La respuesta de Cantinflas incluía un colofón para inscribirse en mármol: «Pero, hombre, si lo derroco, ¿quién nos va prestar la lana?».

Ahora vuelve el Che, vía Hollywood, interpretado por Benicio del Toro, que también se le parece, aunque menos. The Argentine hará taquilla frondosa y lo verá mucha más gente, supongo, de la que supo en su día del extraordinario documental de Luis Guardia, Guevara, anatomía de un mito, con impresionantes testimonios de antiguos compañeros de armas del Che -los comandantes de la revolución Huber Matos y Daniel Calderón, Benigno-, además de otros de familiares de sus víctimas. De ellos se desprende que el Che era un tipo sádico y vengativo, y un incompetente como planificador económico y estratega. De no ser por los rusos, habría dejado la isla -que fue una sentina de corrupción bajo Batista, pero, a pesar de ello, próspera- en los niveles de Haití. Cuando Castro se lo quitó de encima, mandándolo al Congo, se las arregló para pringarla, aunque no tanto como un par de años después en Bolivia. Además de ciento cincuenta y seis asesinatos en directo, bien atestiguados, entre fusilamientos de los que se encargó directamente y tiros en la cabeza a prisioneros desarmados, están sus venganzas contra los jefes castristas del Escambrai, que no le dejaron meter baza en su territorio. En fin. No he visto todavía Che, el Argentino. Ya se conoce bastante del personaje como para evitar los deslices épicos. Porque Hollywood lanzó hace unos años, en Evita, un Guevara medio peronista, cabreado y musical en figura de Antonio Banderas, que lo hacía muy bien, pero el personaje era un disparate.

Entre las biografías de Guevara, la más seria que conozco es Compañero, de mi compañero de departamento en New York University, Jorge Castañeda, que fue después Canciller de México en el gobierno de Fox. Quizá su despacho de entonces, o el mío, en el campanile de Washington Square, esté ocupado hoy por Tony Judt, del que acaba de aparecer en España un conjunto de ensayos sobre El olvidado siglo XX (Taurus). No habla en ellos del Che (que, por cierto, no fue en su origen un apelativo cariñoso: se lo pusieron, con sentido despectivo, los negros del Movimiento 16 de Julio, hartos de sufrirle lindezas racistas). Pero Judt se pregunta por el futuro del comunismo en Latinoamérica, y le augura todavía alguno, por la acción combinada de los diversos populismos y, según él, por la ineficacia y torpeza de las iniciativas liberales (que los populistas ya se encargan de sabotear, y si no, que se lo pregunten al presidente Uribe). Quien más hace por convertirse en otro Guevara es, por supuesto, ese hijo de Bolívar y de Tupac Amaru -así se define él mismo- que se conchababa hace unos meses con las FARC y amenaza hoy a la oposición boliviana y a la propia con mandar los tanques. Lo de «creemos dos, tres, muchos Vietnam» es lo que faltaba por oírle, y ya lo ha dicho esta semana, aprovechando el estreno de la película. Chávez calienta el ambiente para las elecciones de noviembre, con la inflación en el treinta, mayor pobreza que nunca, pese al petróleo, y la malandra desatada, asesinando a mansalva. El jueves último, a un empresario español.

Jon Juaristi - Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alcalá de Henares

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