sábado, 6 de setembro de 2008

Fronteras y extranjeros


Aristófanes en Las Aves introduce a dos personajes, Peisetairos y Euelpides, que tratan de escapar de Atenas porque los atenienses gastan su vida en pleitos. Buscando en qué otro lugar instalarse para una vida sencilla, encuentran a Tereos, nacido hombre y convertido en abubilla, que «vuela sobre la tierra y el mar en todas las direcciones» y «reúne el conocimiento de los hombres y de los pájaros», a los que ha enseñado su antiguo lenguaje. Le dicen que mire hacia arriba. Sólo ve las nubes y el cielo. Proponen fundar allí, en las alturas, entre cielo y tierra, una ciudad para ellos vivir como pájaros y entre pájaros, desde donde interceptarían el aroma de los sacrificios que los humanos ofrecen a los dioses, quedando así dueños de su furia.

Es una cuestión de ángulo: ya que no volamos como pájaros, bastaría mirar hacia arriba para no ver los surcos imaginarios que defendemos por la fuerza prolongando en la memoria colectiva el efímero alcance de nuestro poder; como bastaría elevar el punto de mira para no interceptar las barcas en que algunos humanos se sacrifican en aras de no sabemos qué dioses. Otros todavía marcan con orín su territorio y duran las fronteras lo que dura su olor. No son menos ilusorias las nuestras. Mañana tal vez sólo arqueología, como las comedias de Aristófanes.

Entre tanto, mirar o no mirar, o mirar sin ver: el cuerpo inmóvil, casi desnudo, tirado sobre la playa. Cinco segundos es la media de los ojos posados en una fotografía. El tiempo en televisión es aún más caro, aunque sea para contarnos el dolor de los demás. Virginia Woolf, en Las Tres Guineas, muestra a un abogado imaginario un paquete de fotografías de guerra (nuestra guerra civil, por añadidura) con cuerpos mutilados de niños tras derruir una bomba su casa. Para Woolf, nuestra falta de (suficiente) reacción no tiene que ver con la moralidad (no somos monstruos) sino con la imaginación: no somos capaces de tener presente esa realidad. No la vemos. Lo comparte Susan Sontag, rechazando que se traten como fotos abstractas, sin pie, y distinguiendo, para una iconografía del sufrimiento, las imágenes del que resulta de la ira humana o divina y del que procede de causas naturales, mucho menos representado a lo largo de la historia. ¿De cuál de los dos lados quedaría la imagen del inmigrante ahogado antes de llegar a su destino? Desde planteamientos muy distintos un teólogo católico como Johann Baptist Metz habla de una «mística de ojos abiertos, del absoluto deber de advertir el dolor ajeno».

La causa de la causa es causa del mal causado, aprendíamos -mal o bien depende de para qué- en la Facultad de Derecho. La imagen publicada, por su naturaleza bidimensional y plana, remite de modo inmediato a un contexto espacial. ¿Qué queda fuera de sus límites? ¿Dónde lloran la madre o el hijo del cadáver fotografiado? Pero la realidad es más compleja y «tenerla presente», verla, sólo es posible integrando su dimensión temporal: ¿qué sucedió antes y antes de antes? La agonía contra las olas, el frío y la noche; el pago a plazos de la travesía; la miseria de hambre y desesperanza alrededor. La falta de otro horizonte personal, familiar y laboral, que mejore la ciega sumisión al destino emigrando a un paraíso improbable que nadie ha prometido. Palabras éstas escritas con dedos relucientes sobre un teclado de última generación que quieren remitir al lado oscuro que ignoramos: una sucesión retrospectiva de imágenes intolerable para nuestros hogares, suficientemente pulcros y ordenados cada mañana.

La historia previa (los fotogramas que se nos ocultan) no será muy distinta en los casos de un final menos dramático, con el extranjero ingresado en un centro de detención, para su inmediata (¿cuánto mide el tiempo de la espera?) expulsión, o rechazado en la frontera aeroportuaria después de ser ritualmente explorado por nuestra policía y atendido en algún momento, entre decenas de inmigrantes y la ayuda del intérprete, por un abogado de oficio enviado a una tarea superior a las posibilidades reales de la defensa, aunque necesaria para la buena conciencia del Estado de Derecho.

Naturalmente, hay también otra realidad más allá del cuadro con las imágenes que nos llegan; o más acá: la dosis de inseguridad -material, axiológica, física y jurídica- que las remesas de inmigrantes generan en la comunidad que los recibe, el coste de su integración, o la necesidad de una política europea común, que limita nuestra libertad de acción precisamente por los vínculos con que hemos querido redefinir nuestros intereses nacionales, inspirados por una visión ética, social y económica de apertura al exterior. Pero los abogados tenemos, además de un compromiso con las víctimas, ese contacto profesional con una pequeña parte de la realidad humana de la inmigración (su totalidad es inaprehensible) que nos hace ver algo más; aunque entre todos debamos completar el escenario y los responsables políticos decidir en cada momento la respuesta bajo nuestro escrutinio de ciudadanos.

Leer en la historia ayuda a penetrar con la mirada en la realidad. Sugerimos así el resplandor de la Grecia clásica en el siglo de Pericles para ver cómo los lazos de una cultura y un lenguaje común, aunque diversificado en dialectos, prevalecieron sobre las diferencias entre Estados; cómo Elfíades modificó la Constitución de Atenas para que todo ciudadano, sin distinción, pudiera elevar una acusación de ilegalidad contra quien propusiera una acusación para él injusta; cómo en Las Aves, igual que en tantos otros textos coetáneos, es posible encontrar metáforas de la libertad y la igualdad que todavía hoy conservan su potencia conformadora de una cierta imagen del mundo; y cómo la voluntad de un pueblo cosmopolita integró en Atenas a personajes de procedencia diversa como Aspasia de Mileto, Herodoto de Halicarnaso, Protágoras de Abdera, Hipias de Elide, Anaxágoras de Clazomenas, Diógenes de Apolonias, o Gorgias de Leontinos entre tantos extranjeros que en la república ática sumaban la mitad de la población libre. Los llamó «metecos» (etimológicamente «los que se cambian de casa», fuera de todo matiz peyorativo), regularmente artesanos y comerciantes a quienes, aún sin derechos políticos pero con pleno acceso a la justicia, consideró casi como ciudadanos propios.

Eurípides pudo decir: «Al hombre sabio, aunque viva en una tierra lejana, aunque mis ojos no lleguen a verle (de nuevo el valor delimitativo de la mirada), lo considero mi amigo». Esa afirmación de la humanidad común era mucho más potente en una colectividad herida por las guerras persas y las luchas con Esparta, que hoy tamizados por siglos de humanismo cristiano. No se trata de idealizar una época políticamente incorrecta a nuestros ojos, donde se admitía la esclavitud y la abundancia de extranjeros era ya causa de la proliferación de litigios. Además, aquella Grecia fue el polvo de estos lodos. Pero sí podemos encontrar en nuestra historia el soporte para una mirada selectiva que difumine las fronteras y nos haga ciudadanos más libres y solidarios, como si habitáramos aquella zona intermedia entre el cielo y la tierra de Peisetairos, Euelpides y Tereos. Una tierra sin tantas parcelas y sin tantos dioses; sin nadie a quien mirar por encima del hombro. Otra imagen del mundo; como si también nosotros voláramos con alas de cera y mirásemos en las alturas.

Antonio Hernández-Gil
Décano del Colegio de abogados de Madrid

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