quarta-feira, 17 de setembro de 2008

La tradición anticlerical (1)

Mientras que Sarkozy recibe con todos los honores al Papa, Zapatero visita Turquía y canta los "valores" del Islam. Eso es sólo un síntoma de algo más grave que distingue a España del resto de Europa.

El trato respetuoso que los gobiernos europeos dan a la Iglesia Católica, en el último lustro, contrasta con el duro castigo infligido por el Gobierno de Zapatero a los cristianos españoles en general, y a la jerarquía eclesiástica en particular. Baste recordar, otra vez, la afabilidad mostrada por el Gobierno de Francia con la reciente visita del Papa a la república vecina. Algo parecido, si se me permite el paralelismo, sucede en el ámbito de la inteligencia europea; en efecto, mientras que en Europa hay una preocupación constante entre los intelectuales por analizar el nuevo papel que está desempeñando la religión católica en el devenir cultural y religioso de Europa, especialmente a través de la discusión de textos fundamentales de Benedicto XVI, en España no sólo no se discuten esas aportaciones sino que se silencian, o peor, se desprecian con el peor estilo del anticlericalismo hispánico.

El anticlericalismo parece algo superado en los países más avanzados de la Unión, pero España es, sin duda alguna, una vez más la excepción. Su desprecio y ataque por el cristianismo es una de las señas de identidad del Gobierno Zapatero. La equiparación constante que hace el Ejecutivo español del catolicismo con otras religiones es otra muestra de su desprecio a lo que sucede en Europa. Este estilo anticlerical tiene, desgraciadamente, una extensa tradición española que sería conveniente repasar con cierta piedad para que los errores de entonces no se conviertan en virtudes actuales.

Ni Ortega y Gasset ni otros liberales de su época, por exponer un ejemplo digno de estudio, se salvaron de esa actitud anticlerical. Aquí les dejo unos breves comentarios sobre esa ambigua actitud de Ortega ante la Iglesia, que nos pudieran ayudar a contextualizar el grosero anticlericalismo de nuestras principales agentes de socialización intelectual.

El compromiso laico de Ortega era, en principio, incompatible con la defensa de la democracia cristiana, o mejor, de la acción del cristiano en este mundo. Y digo en principio, porque la relación de Ortega con el cristianismo en particular, y la religión en general, ha sido un asunto muy debatido, pero no lo suficiente para afirmar contundentemente que el segundo Ortega, el mismo que a partir de 1932 revisa su relación con el cristianismo, no fuera compatible con las posiciones de millones de cristianos sobre la relación de Iglesia y Estado. Es claro que Ortega es un pensador ateo, e incluso, aunque él mismo dice lo contrario en el año 33, bastante anticlerical.

Pero, por otra parte, no es menos cierto que el Ortega maduro, el que ha visto los desmanes y la quema de conventos nada más llegar la Segunda República, evoluciona hacia posiciones mucho más flexibles con el cristianismo. Pasa de una actitud remisa con las tradiciones cristianas hacia una comprensión del cristianismo como base de la modernidad. Un libro excelso, quizá la reflexión más certera de Ortega sobre la función del cristianismo en la modernidad, titulado En torno a Galileo, daría razón de esta evolución. De momento, basta con anotar que el Ortega laicista, el crítico furibundo del cristianismo, quien consideraba, en 1908, que "el poder educador de las religiones, su energía socializadora ha cumplido su tiempo: no puede esperarse de ellas una renovación del hombre", ha dado paso a un Ortega para quien el cristianismo ha logrado enseñar que la vida es dedicación a algo o no es nada: "¿Quién sino el cristianismo ha hecho de este descubrimiento de la vida como consistiendo en responsabilidad?".

Aunque está lejos de mi intención seguir ese camino de Ortega, que sería otra forma de profundizar en una de las aventuras filosóficas más interesantes del siglo XX, debo reconocer que los desencuentros fundamentales entre Ortega y el pensamiento cristiano se dan entre la fechas de 1908 a 1933, y se refieren siempre a la posición de la Iglesia en el proceso político, o mejor, al rol que el cristiano debería desempeñar en el ámbito de la política. El desencuentro entre la tradición liberal de Ortega y la cristiana fue un factor decisivo del fracaso de la II República y la llegada de la Guerra Civil. El cristianismo moderno y el liberalismo europeo fueron derrotados estrepitosamente con la llegada de la Guerra Civil.

Las dos tradiciones intentaron sobrevivir durante el franquismo y lo consiguieron con desigual fuerza. Después de la guerra, el abogado del Estado y periodista, Herrera Oria, por poner un ejemplo del hombre-cristiano fiel a la República, volvió a España como sacerdote y al poco tiempo fue nombrado obispo; también regresó Ortega e incluso, en 1949, intentó liderar de nuevo la vida cultural española a través del Instituto de Humanidades, pero la experiencia duró escasamente un año, entre otras razones, porque otros agentes culturales habían ocupado el puesto que antaño desempeñó el propio Ortega; sin duda alguna, Laín y compañía, es decir, los vencedores de la guerra no ayudaron demasiado a que Ortega volviese a desempeñar un rol intelectual similar al que tuvo antes de la guerra.

El tiempo no había pasado en balde para ninguno de los dos personajes. Herrera y Ortega no sólo fueron duramente criticados tanto por los vencedores como por los vencidos de la guerra, sino que también fueron cuestionados por sus propios seguidores. Dicho castizamente, si entre ellos mismos, o sea, en el ámbito liberal por un lado, y en el católico por otro, no eran capaces de ponerse de acuerdo, más difícil será que se pongan de acuerdo entre demócrata-cristianos y liberales. Este asunto, sin duda alguna, decisivo en el pasado es todavía hoy determinante de nuestra cultura democrática. La unión entre conservadores y liberales fue el principal problema que tuvo la restauración borbónica en la España surgida de la Guerra Civil. Fue el principal problema a la muerte de Franco y, por desgracia, sigue siendo hoy uno de los principales problemas de nuestra democracia, aunque mejor sería llamarle asignatura pendiente, porque el Gobierno socialista quiere resolverlo por la vía del adoctrinamiento, o sea, eliminando a los dos sectores a través de la imposición de la socialista y totalitaria asignatura de Educación para la Ciudadanía.

En cualquier caso, es cierto que la distancia entre Ortega y Herrera nunca llegó a la obsesión revolucionaria de quienes querían tener siempre la razón en medio del silencio y el horror, porque los dos defendían fervientemente el derecho de sus adversarios a no compartir sus opiniones. Pero, precisamente por eso, por el respeto que acaso se guardaban, es menester dejar claras las diferencias y distancias existentes entre ambas tradiciones para saber de lo qué hablamos. El liberalismo irreligioso de Ortega le hacía bascular de modo irreversible hacia las posiciones izquierdistas de socialistas y comunitas, pero, por otro lado, sus moldes intelectuales antirrevolucionarios, casi siempre fundamentados en una teoría racio-vitalista de la excelencia, lo situaban en los ámbitos del conservadurismo democrático de Herrera.

Esa contradicción constituye la gran tragedia política y, en cierto sentido, intelectual de Ortega. No supo hacerse cargo de que también España era católica, o mejor, básicamente católica en sus costumbres, creencias y quizá ideas, como más tarde vieron, entre otros discípulos de Ortega, Julián Marías y María Zambrano. Ortega, por desgracia, planteó un proyecto intelectual y político sin tener en cuenta esa realidad, aunque no se cansara de reconocerla formalmente. Hizo de España una ficción. Fue el error de muchos otros intelectuales. Esa frivolidad acabó en tragedia, porque en aquella España de los años veinte y treinta las diferencias, las escisiones y los enfrentamientos casi nunca se producían alrededor de asuntos políticos, sino en relación al mundo de las creencias. Algo que, dicho sea con pesar, tampoco supo ver con precisión Ortega y el grupo que lo acompañó en su aventura política por la República. Confundieron sus deseos con la realidad; o peor, su particular ateísmo pretendieron generalizarlo a toda la sociedad española. Aunque no estuvieron dispuestos a utilizar la fuerza y la violencia para imponerlo, sus formas intelectuales recordaban las utilizadas en tiempos pretéritos por los ideólogos del Estado revolucionario como Estado laico, porque en el pensamiento de Ortega, especialmente hasta el año 32, hay algo más, se diga lo que se diga, que una propuesta de separación entre el Estado y la Iglesia.

No se trataba sólo de una defensa del Estado aconfesional, sino de un Estado laico que, tarde o temprano, terminaría proclamando la "religión de la razón", el ateísmo como base de la existencia política. He ahí la otra gran contradicción del liberalismo de la época: no quería confiscar la vida religiosa de los católicos, incluso decía respetarla, pero, en verdad, la despreciaban al reducirla al silencio de lo privado, de la conciencia. Mataba intelectualmente hablando lo esencial del cristiano: la proclamación pública de su fe. Evangelizar era cuestión evanescente. La enseñanza de la fe asunto pasajero. La creencia quedaba restringida a la estrecha esfera de la privacidad. El laicismo de la época, en verdad, quería cauterizar el estro básico que movía la vida del católico: la defensa pública de su fe, que era, precisamente, el mayor activo que pensaron y fomentaron Ayala y Herrera para la renovación moral y material de España.

¿Hubo voluntad de entendimiento por parte de Ortega por comprender el proyecto de ciudadanía cristiano defendido por Herrera Oria a través del periódico El Debate? La respuesta es otra vez negativa. Creo que la Liga de Educación Política, la revista España, el periódico El Sol y los diferentes proyectos periodísticos a los que estuvo vinculado Ortega, por ejemplo, Crisol y Luz, nunca comprendieron, ni siquiera lo intentaron, el proyecto de Herrera y El Debate. La contundencia de sus posiciones podría resumirse en una frase: la religión tiene que reducirse al ámbito de la conciencia. El cristiano nada tiene que aportar a la vida pública. Ortega, según decía más arriba, varió su posición, después de 1932, incluso atemperó su anticlericalismo nada más llegar la República. Aunque eso es materia de otro artículo, permítanme cuestionar la primera posición laicista de Ortega, quien desde muy pronto mostró poco apego a la Iglesia Católica en general y a la Compañía de Jesús en particular, sobre esta última escribió (OC, tomo I, p. 535):

No soy partidario de que se suprima a nadie ni que se expulse a nadie de la gran familia española, tan menesterosa de todos los brazos para subvertir a su economía. No obstante, la supresión de los colegios jesuíticos sería deseable, por una razón meramente administrativa: la incapacidad intelectual de los RRPP.

He ahí el tributo, otros llaman "el pago", que daba Ortega a quienes habían contribuido a su formación en el colegio que los jesuitas tenían en Miraflores de El Palo, en los alrededores de Málaga, bajo la advocación de san Estanislao de Kostka. La cita forma parte del comentario de Ortega a la novela de Pérez Ayala: AMDG, una de las críticas más gruesas que ha recibido en todos los tiempos la Compañía de Jesús, que viene a sumarse a la tradición anticlerical de una parte de la inteligencia española. En este sentido, Pérez de Ayala y Ortega, seguían la línea de desprecio que hombres del 98, como Azorín y Pío Baroja, habían hecho de la Iglesia católica. Estos dos últimos, por ejemplo, ridiculizaron hasta el escarnio en La voluntad y en Camino de perfección, respectivamente, al cardenal Sancha, primado de Toledo, que sin embargo ya en 1902 habló por primera vez en Europa de "catolicismo social". Ortega, pues, no es una excepción en esa persistencia anticlerical de los intelectuales españoles, que lejos de corregirse va en aumento para suerte de unos y desgracia de otros.

No obstante, sería muy presuntuoso por mi parte zanjar así la compleja posición del pensamiento de Ortega respecto al cristianismo. Espero que una nueva entrega matice esta conclusión.

Agapito Maestre
Catedrático de Filosofía Política en la Universidad Complutense de Madrid

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