Parece chocante que la Francia laica se encomiende intelectualmente al Papa Benedicto XVI mientras la España católica se confía espiritualmente (que entrega su espíritu, vamos) al ministro D. Bernat, esa versión carpetovetónica de la fórmula de Jefferson:
-Las verdades importantes son que el conocimiento es poder, el conocimiento es seguridad y el conocimiento es felicidad.
El conocimiento, para D. Bernat, es Zapatero, un darwinista tremendo de cuyo darwinismo -¡la selección de los mejores!- no hay rastro en sus gobiernos.
En sustitución de Andrei Sajarov, Benedicto XVI es «membre associé étranger» de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia, donde refutó la «utopía banal» de Rorty: una sociedad liberal sin valores ni criterios absolutos. En sustitución de Elena Salgado, D. Bernat es miembro del gobierno de Zapatero, en cuyo puesto ha declarado: «Tu cuerpo es tuyo, eso es socialismo.»
Si Benedicto XVI mereció el sobrenombre de Mozart de la Teología, D. Bernat merecería el de Nino Manfredi del matarile-rile-rón.
-Hay un Dios en el cielo -repite Singer en sus historias-, y un día tendréis que rendir cuenta.
Mas para D. Bernat, que no ha leído a Singer, no hay otro Dios que Zapatero, que no ha leído a Havel: «La ciencia moderna mata a Dios y toma su lugar en el trono vacante...» Etcétera. En España, ese trono sería la empresilla de la ministra Garmendia y el secretario Martínez, Genetrix, en cuyas manos ha puesto Zapatero el Ministerio de Ciencia, como podía poner el Ministerio de Defensa en las de Coronel Tapioca. Semejante «salida de la crisis del objetivismo» impresionará a Havel, pero no a nosotros, que sabemos que la fe de Zapatero en la ciencia es superior a la del carbonero en la Iglesia.
Con los últimos avances científicos los silogismos teológicos caen como bolos. Los sabios suecos han descubierto el gen de la infidelidad masculina, o gen del cuerno. El sabio Dickinson, de Pasadena (California), sostiene que las moscas poseen un plan de escape, razón por la cual resulta sumamente difícil atraparlas. Los sabios franceses han resuelto que los legionarios romanos de César nos dieron el latín, pero nos privaron de una variante genética que ahora nos protegería del sida. Los sabios manchegos han hecho crecer pelo en la cabeza de Bono, el hijo de Pepe, el de la tienda, para que salga más guapo cuando comulga rebojos en Entrevías. Y los sabios suizos han puesto en marcha la re-creación del Universo en un sótano ginebrino, revolviendo la sopa originaria de Stephen Hawking.
-Si la ciencia española se ha quedado en los cuatro pelos de Bono -le explicó Zapatero a Hawking en la bodeguilla de La Moncloa, donde Hawking no consiguió explicarle a Zapatero su «Big Bang»-, es por culpa de los curas, que no nos han dejado investigar.
Menudos curas, los españoles. ¿Dónde estaría la ciencia española con unos curas como los ingleses, que acaban de presentar sus respetos a Darwin? Dicen que ya en la primera visita de Einstein a Inglaterra, en junio de 1921, el arzobispo de Canterbury, Randall Davidson, preguntó al sabio por el efecto de la relatividad en la religión.
-Ninguno -contestó Einstein-. La relatividad es una cuestión puramente científica y no tiene nada que ver con la religión.
Por eso Zapatero, que cree haber ganado las elecciones para «apartar el candelero de un empujón», como dice el Apocalipsis, en vez de tirar de Einstein, tira de D. Bernat. Bien mirado, si ha provocado una crisis económica, ¿por qué no va a provocar una crisis religiosa?
Según Ratzinger, las grandes crisis de la Iglesia fueron la «gnosis», que transformó el culto en ideología; el arrianismo, que ofrecía simplicidad al alcance de todos; y el luteranismo, combatido por Loyola, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, hoy contrarrestados, ay, por Pepe Rodríguez, Gala o Gamoneda.
-Los católicos están invadidos por el gran sentimiento de indulgencia de Dios -le dijo Ratzinger al periodista Seewald-. Observemos el Barroco o el Rococó. Desprenden una gran alegría. De típicas naciones católicas como Italia o España se dice que poseen una ligereza interna.
La ligereza zapateril es otra cosa.
Ignacio Ruiz Quintano
www.abc.es
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