segunda-feira, 29 de setembro de 2008

Paul Newman

Recibí un mensaje en el móvil: «Ha muerto Paul Newman»; y pensé: «Ya nunca más veré a una estrella de cine envejecer con tanta dignidad ante las cámaras». Paul Newman fue el último actor que no dejó que el bisturí profanase su rostro, el último que mostró sin rubor el avance minucioso de las arrugas sobre su piel sin infiltrarla de bótox, el último que encaneció y dejó que ralease su cabello sin emboscarse de ignominiosos trasplantes o lociones capilares. Era hermoso como un dios, tan hermoso que casi dolía mantener la vista clavada en la pantalla mientras sus facciones la ocupaban: fue hermoso como una primicia en la juventud, hermoso como un fruto en sazón en la soberbia madurez, hermoso como un lento crepúsculo en la senectud. En la última etapa de su carrera, lo hemos visto aparecer en papeles secundarios junto a actores a los que sacaba treinta o cuarenta años, y la impresión era siempre la misma: aquellos tipos nos parecían borrosos gurruños de carne, comparados con la serena majestad de aquel rostro excavado por la edad, en el que aún brillaban unos ojos de un azul purísimo que guardaban dentro de sí el helado fuego de la nieve, en el que aún la calavera sostenía unas facciones que el tiempo no había hecho sino ennoblecer. Nadie supo envejecer con tan sosegada nobleza, con tan aquietada conformidad. No sabemos si le dolía la cara de ser tan guapo; sabemos, en cambio, que no le dolieron prendas en acatar el veredicto final de la muerte, cuando el cáncer le clavó su dentallada en los pulmones. Era divino, y lo seguirá siendo en la memoria de los millones de mujeres de generaciones sucesivas que se enamoraron de él; lo seguirá siendo en la memoria de los millones de hombres de generaciones sucesivas que hubiésemos querido mirar con aquella mezcla de dolor agazapado, orgullosa ironía y atribulada nostalgia que se avencindaba en sus pupilas.

Paul Newman se casó con Joanne Woodward, una magnífica actriz que tal vez no hubiese alcanzado el estrellato si él no le hubiese tributado su rendida y tenaz devoción. El común de los hombres famosos busca a las mujeres guapas para pavonearse ante las cámaras y exorcizar el invierno; Paul Newman buscó a una mujer que nadie hubiese calificado de guapa a primera vista, pero que lo acompañó en el invierno con esa discreta y fecunda forma de amor que no se exhibe ante las cámaras. En cierta ocasión le preguntaron a Paul Newman si había logrado guardar fidelidad a Joanne Woodward, entre la turbamulta de tentaciones que, previsiblemente, asediarían al hombre más hermoso de la tierra; y él respondió: «¿Para qué demonios voy a andar buscando hamburguesas cuando tengo un solomillo en casa?». Tal vez porque había sido bendecido sin tasa por el don de la belleza física, que nuestra época ha encumbrado por encima de cualquier otro, Paul Newman podía permitirse el lujo o la sabiduría de inquirir otros dones que a la mayor parte de los humanos nos pasan inadvertidos. En Joanne Woodward, Newman encontró los dones secretos que hacen plena la vida de un hombre; y se dedicó a cultivarlos con absorta y tranquila felicidad. Siempre transmitió la impresión de ser alguien que había alcanzado esa suerte de beatitud que distingue a quienes logran, en su andadura por la tierra, una adecuación entre lo que hacen y lo que piensan; y juraría que Joanne Woodward fue la argamasa que permitió ese raro milagro.

En sus años mozos, su estrellato estuvo algo ensombrecido por el de Marlon Brando, un actor de formación pareja que tal vez tuviese el abismo y la abstrusa carnalidad que a Newman le faltaban; pero el paso de los años benefició a Newman, cuya estatura interpretativa no hizo sino agigantarse, mientras Brando se despeñaba por los andurriales de la excentricidad borrascosa y la decrepitud física. Si tuviese que elegir, entre el puñado de obras maestras que iluminó con su presencia, la que más ha alimentado mi fervor cinéfilo me quedaría sin duda alguna con «El buscavidas», aquel películón de Robert Rossen en el que Paul Newman disputaba con Minnessota Fat una partida de billar que era una alegoría descarnada y feroz de la propia vida. Ha muerto el hombre más hermoso del mundo; pero su belleza nos seguirá doliendo, cada vez que sus facciones ocupen la pantalla, en la sala oscura de nuestra memoria.

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

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