Era la mirada, claro. También la sonrisa cómplice, pícara y despejada, el ceño perplejo o paternal, la frente altiva y el mentón soberbio de anglosajón satisfecho; pero sobre todo la mirada, aquel relámpago rasgado de azul con el que se comía el mundo, la pantalla, la escena, el corazón de las mujeres y el ego de cualquier hombre que comparársele pretendiera. La mirada burlona y tierna del aventurero Butch Cassidy, la mirada existencialmente derrotada del jugador Eddie Felson, la mirada grave, digna y rebelde del abogado Frank Galvin, la mirada crepuscular del mafioso John Rooney esperando bajo la lluvia la última ráfaga del camino de la perdición. Y, sobre todo, la mirada hundida de Brick Pollit, su tormenta interior ante el abrazo de gata furiosa y ardiente de Liz Taylor, la expresión ausente, rabiosa y hundida de un hombre frustrado por la conciencia de su apocamiento ante la ambición, la voluntad y el deseo. Sólo el inabarcable y arrebatado genio de Marlon Brando podía componer un gesto igual. Lo que nos conmovía de Paul Newman, lo que nos arrugaba de respeto, lo que nos inclinaba de admiración no era su presencia devastadora de galán inalcanzable, ni su indomable y majestuosa serenidad, ni el incontestable ejemplo de compromiso político y moral que circundaba el aura generosa y sugestiva de su leyenda. Era su forma de mirar, la nitidez infinita, magnética, seductora, hipnótica, de sus ojos líquidos, luminosos, transparentes y oceánicos, que se han cerrado al fin, enhoramala, como una cortina de terciopelo corrida sobre el balcón de su inmenso, generoso, irrepetible talento.
Le publicaron los obituarios por adelantado, con un impudor desaprensivo y urgente, cuando anunció este verano que se retiraba para morir en la paz discreta de su intimidad familiar, renunciando al espectáculo morboso y alborotado de una agonía mediática. Corrió los visillos y se sentó a esperar, con la dignidad intacta de un dios invicto y cansado. No estiró su carrera, no falseó su decadencia, no paseó su calavera por los platós en busca de una última inyección de autoestima o de dinero. Aquellas ráfagas de metralleta que relampaguearon ante su rostro altivo y su gesto escéptico en el final de «Camino de Perdición» fueron el testamento con el que aceptaba, como su personaje, la inevitabilidad del mutis, el destino fundido a negro de su mito y de su estrella. Envejeció con decoro y apostura, como exigía el guión de su rutilante carrera, y desapareció sin ruido ni furia, en un tránsito impecable y silencioso hacia la verdadera inmortalidad de la gloria. Clausurado hace tiempo por sí mismo el actor descomunal que fue, querido por las cámaras, deseado por las mujeres, envidiado por los hombres, nos queda para siempre la estela diáfana y azul de una mirada poliédrica, versátil, audaz, capaz de atravesar el tiempo, el dolor, el vacío, el amor y hasta la ausencia.
Ignacio Camacho
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