Si se redujese a que los familiares de los fusilados por el mero hecho de ser de izquierdas o apoyar a la República tuvieran digno reposo, en vez de yacer en fosas comunes esparcidas por la geografía española, ¿quién podía negarles ese derecho? ¿Quién no estaría dispuesto a ayudarles en la labor, no ya por caridad, sino por humanidad?
Lo malo es si tras ello hay algo más, en la línea marcada por la Memoria Histórica. Me refiero al intento de dar la vuelta al resultado de la guerra civil, de ganarla a posteriori, no con fusiles, sino con argumentos, tendientes a demostrar que la razón estaba sólo de una parte, la vencida, que a un lado combatían los buenos, y al otro, los malos, aquí los demócratas, y allí, los totalitarios, aquéllos a las fosas, y éstos, a los puestos de mando. Es, en cierto modo, la imagen invertida del franquismo tras su victoria, negando a los republicanos incluso el derecho a considerarse españoles. Quienes tienen mi edad recordarán que se les llamaba «la antiespaña». Pues bien, lo que se intenta ahora es negar toda legitimidad, no ya a los vencedores, sino a sus hijos y nietos, por el mismo camino de la desacreditación total. Y eso es tan totalitario como lo anterior. Y tan nocivo, ya que nos retrotrae a la confrontación que nos llevó a la tragedia del 36. La Transición consistió precisamente en que los herederos de quienes habían hecho la guerra, e incluso algunos que la habían hecho en uno y bando, decidieron que las culpas estaban demasiado repartidas para adjudicárselas a uno sólo de ellos, por lo que lo mejor que podíamos hacer los españoles era aprender aquella amarga lección para no volver a repetirla.
Pero está visto que no la hemos aprendido. Al menos algunos intentan, al socaire de un entierro digno de los vencidos, ajustar aquellas viejas cuentas. El auto de Garzón no es una obra de misericordia, sino unas diligencias judiciales, con todas las responsabilidades jurídicas que acarrea, aunque instancias más altas y entendidas que él le han advertido que la responsabilidad penal no cabe en este caso, por razones bien fundadas. Pero eso no parece importar mucho a un juez que, a juzgar por anteriores actuaciones, no parece atenerse demasiado a la letra de la ley, ni a un gobierno, que no se atiene ni a su propia palabra, lo que nos autoriza a pensar que está encantado con este caso, que barre de los titulares la crisis económica, la financiación autonómica, el desafío de Ibarretxe, el Estatuto catalán, la inmigración ilegal, los pederastas y tantos otros problemas a los que no ha prestado el menor caso. Reabrir el debate sobre la guerra civil podría ser una buena cortina de humo sobre ellos.
Los 70 años transcurridos deberían ser suficientes para que empezáramos a ver esa guerra algo mejor que en negro y blanco, o rojo y azul, como hasta ahora hemos venido haciendo, con graves errores del perspectiva. Por lo pronto, no hubo sólo una guerra civil, hubo por lo menos dos: la de los «nacionales» contra los republicanos y la que tuvo lugar en el seno de éstos. Hubieran sido tres si Franco no hubiera cortado en seco las rivalidades en su bando con el Decreto de Unificación y unas cuantas penas de muerte. En el bando republicano, en cambio, las rivalidades se mantuvieron con más o menos virulencia de principio a fin, que fue dantesco, con las tropas del coronel Casado batiéndose con las brigadas comunistas en las calles de Madrid. Pero ya mucho antes no se asesinó allí sólo a franquistas. Cayeron también ex ministros demócratas, como Melquíades Álvarez, Ramón Álvarez Valdés, Manuel Rico Abelló y José Martínez de Velasco.
Eso por no hablar de la liquidación de los anarquistas del POUM en Barcelona, a cargo de los agentes soviéticos siguiendo instrucciones de Stalin. ¿Se van a incluir también en las listas que pide Garzón? ¿Va el magistrado a investigar sus muertes? De lo que se ha filtrado de su requerimiento, no parecen interesarle lo más mínimo. Y es que, con un solo ojo se ve a veces menos que con ninguno.
José María Carrascal
www.abc.es
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