No es descabellado asegurar que, en cierto modo, ese culto sectario, interminable, beatón y siniestro, que se le rinde a Ernesto Che Guevara en el ruinoso altar de la revolución pendiente, responde a una liturgia establecida por el rock y transferida a un asesino fotogénico. «Vive sin cortapisas, muere joven, que un hermoso cadáver abone tu leyenda». El credo trinitario del «showbizz» en los años lisérgicos le viene al argentino como anillo al dedo. El Che, evidentemente, cumplió el contrato fáustico sin saltarse una coma, ni un matiz, ni una adenda. Se bebió la existencia a puro trago, amorrado al gollete. Murió cuando tocaba, con la puntualidad de un «gentleman». Y dejó tras de sí un fiambre exquisito y abrumadoramente estético en el que -para los meapilas del marxismo y para los profetas del cristianismo agreste- se confundían las imágenes del Redentor y Lenin.
La representación, al cabo, resultó tan perfecta que cabría pensar que el guerrillero ejerció de escenógrafo en su propia tragedia. Pero esa es otra historia que ahora no viene a cuento. Lo que interesa es subrayar que los cuentistas de su época (Sartre, por descontado; Regis Debray, Feltrinelli...) lograron transformar el plomo en oro y al matarife en héroe. ¿Se acuerdan de los versos de Nicolás Guillén llorando tinta roja desconsoladamente? «Soldadito de Bolivia, soldadito boliviano / armado vas de tu rifle, que es un rifle americano / que es un rifle americano, soldadito boliviano, / que es un rifle americano. Te lo dio el señor Barrientos, soldadito boliviano / regalo de míster Johnson para matar a tu hermano / para matar a tu hermano, soldadito de Bolivia / para matar a tu hermano». Si los ripios matasen, ya metidos en duelos, el rapsoda castrista, huérfano de inspiración, pudo haber expirado en aquel mismo momento. ¡Lástima de Guillén! Se le desafinó la lira y se le secó la bemba. «Tamba, tamba, tamba, tamba. / Tamba del negro que tumba; tumba del negro, caramba...».
De cualquier forma, al Che la poesía le importaba un bledo. No la consideraba un arma cargada de futuro -aunque Celaya se empeñase con el fervor de los ingenuos-, sino un vicio burgués, una mariconada decadente, que no ayudaba en absoluto a construir el Hombre Nuevo. Los maricones a la zafra a que les den caña a espuertas. Y a los que reincidan, que les den en la celda. Dicho y hecho. Mientras tanto, Fidel, con la popa a cubierto, se dedicaba a acumular poderes y a fantasear con la genética. Porque el máximo líder también tenía un sueño: crear una raza de vacas de bolsillo que se pudieran estabular en el retrete. «El comandante inventó la cabra, chico», se choteaban los cubanos con sorna caribeña. Por lo demás, iba de perorata en perorata y de ocurrencia en ocurrencia. Guevara, por su parte, fusilaba a destajo para curarse el mono de la Sierra Maestra. La cosa le ponía. Incluso lo dejó escrito al perfilar su autorretrato a golpes de machete: «Soy una fría y selectiva máquina de matar». Nadie puede acusarle de mentir al respecto.
Ahora, Steven Soderbergh, el director de «Traffic», y Benicio del Toro, su actor predilecto, han vuelto a amortajar con celuloide al asmático icono de un fracaso sangriento. Y han vuelto a desgranar ante las cámaras la fatigosa letanía en loor del guerrillero: martillo de tiranos, paladín de los débiles, guardián de la utopía, rey Arturo con boina que extrae de la roca la espada justiciera... Con su pan se lo coman y allá ellos. Lo malo sería soportar otro brote epidémico de la dichosa camiseta (llámenla «camicheta»). Con la imagen que Korda capturó por azar en el amanecer del régimen y que -finiquitado el Che, en el sesenta y ocho, casualmente- Giangiacomo Feltrinelli lanzó a los cuatro vientos. Sin la foto de Korda (o sea, sin «la foto», ninguna se le acerca), Guevara sería poco más que Camilo Cienfuegos: una discreta nota a pie de página en el aperreado cronicón de Iberoamérica. Pero aquella instantánea le blindó «ad aeternum». Rindámonos, pues, a la evidencia: Ernesto Che Guevara, el asesino, es el equivalente a Mickey Mouse en la Revoluciolandia de la izquierda. No hay remedio.
Tomás Cuesta
www.abc.es
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