Que nuestra época padece una hipertrofia ideológica no creo que sea asunto que requiera mayor elucidación. Asuntos que afectan intrínsecamente a lo que es constitutivo de un meollo irrenunciable de humanidad son devorados por la ideología; y así se llega al agostamiento de lo humano. Durante siglos, la esclavitud fue aceptada sin empacho, hasta el extremo de que el funcionamiento mismo de la sociedad era inconcebible sin la existencia de la esclavitud: el orden social y económico, las instituciones jurídicas demandaban hombres esclavizados que garantizasen la prosperidad de los «hombres libres»; sin embargo, aquella sociedad era constitutivamente inhumana. Y para desembarazarse de aquella gangrena que devoraba su humanidad, la sociedad hubo de renunciar a las ventajas de las que disfrutaba, hubo de abolir una serie de instituciones jurídicas que reducían a una porción nada desdeñable de seres humanos a la condición literal de objetos sobre los que existía un «derecho» de libre disposición.
Desembarazarse de aquella gangrena tan beneficiosa no fue una cuestión sencilla: los hombres que habían aceptado que otros hombres fuesen meras máquinas adiestradas para la obtención de un rédito tuvieron que aprender a mirarlos con una mirada prístina, tuvieron que volver a descubrir en ellos su dignidad intrínseca de hijos de Dios. Fue un proceso que no sobrevino de la noche a la mañana, sino que se alargó durante miles de años. Pero si finalmente tal proceso se impuso fue porque la sociedad comprendió que su misma supervivencia dependía de su capacidad para despojarse de las anteojeras con que la ideología había estrechado el horizonte humano. Al despojarse de esas anteojeras, el entero orden sobre el que la sociedad vieja se asentaba se iba a desmoronar; pero hubo hombres que entendieron que había un meollo irrenunciable de humanidad sobre el que ninguna ideología podía prevalecer.
Como ocurrió durante siglos con la esclavitud, ocurre en nuestra época con el aborto. Se ha impuesto un orden injusto, según el cual las generaciones presentes pueden decidir según su interés sobre las generaciones venideras, del mismo modo que antaño los «hombres libres» decidían sobre los esclavos. Todas las razones ideológicas que se invocan a favor del aborto son a la postre sinrazones humanas, manifestaciones ideológicas enloquecidas mediante las cuales anteponemos nuestro provecho propio sobre ese meollo irrenunciable de humanidad que nos constituye. Pero renunciar a lo que es irrenunciable no se consigue impunemente; exige una degradación de lo humano que conduce a su consunción final. Aceptar socialmente el aborto, arbitrar leyes que lo amparen corrompe nuestra humanidad y funda un orden inhumano. No debemos olvidar que, si bien abortos se perpetraron desde que el mundo es mundo (como, por lo demás, se perpetraron asesinatos o latrocinios), porque está en la naturaleza humana sacar provecho de sus crímenes, fueron las sociedades constituvamente inhumanas que florecieron tras la Primera Guerra Mundial las que otorgaron ufanamente al aborto un reconocimiento legal.
La propaganda de nuestra época no se cansa de execrar la perversidad de aquellas sociedades inhumanas; pero tales execraciones no son sino aderezos cosméticos: a la postre, en lo que es constitutivamente humano, las democracias actuales no se distinguen del nazismo o el comunismo, puesto que, al igual que ellos, conciben el aborto como un puro acto de disposición.
La cuestión del aborto es el gran caballo de batalla de nuestro tiempo, como antaño lo fue la esclavitud. Llegará el día en que nuestros hijos, al contemplar desde la atalaya de la distancia el páramo de mortandad sobre el que nuestra época fundó su orden social, se avergüencen de su genealogía, se avergüencen de llevar en su sangre el legado de generaciones inhumanas. El aborto no puede combatirse desde postulados ideológicos; hace falta apartarse las anteojeras que estrechan nuestro horizonte humano. Y el político verdadero, esto es, el hombre que ame la supervivencia de la polis, de la organización humana, tiene que rebelarse contra la gangrena que la está devorando. Es una batalla que tal vez dure mil años, pero entretanto se requieren hombres dispuestos a inmolarse en la primera línea de vanguardia.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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