sexta-feira, 30 de julho de 2010

Los toros y la física social

Cuando acaben de lamentarse por la prohibición de la fiesta, los taurinos catalanes podrían empezar a preguntarse qué han hecho para defenderla. No me refiero a la (relativa) movilización forzada de los últimos momentos del debate, cuando la decisión abolicionista ya estaba tomada de hecho por una élite política decidida a efectuar un gesto de soberanismo simbólico, sino a la larga desidia que ha permitido languidecer las corridas en Cataluña hasta dejarlas a punto para la puntilla política. Esa galbana apocada frente a la creciente hostilidad con que el nacionalismo señalaba a los toros como el emblema de un caduco españolismo cultural es lo que ha creado el clima para que la clase dirigente se sintiese autorizada a emprender la cruzada prohibicionista, a sabiendas de que con ella podía propinar un eficaz golpe propagandístico sin excesivos costes en la sociedad catalana. La resistencia interna ha sido mínima, como calculaban los soberanistas, a quienes la polémica española no ha hecho sino excitar en su designio publicitario; sabían que la atmósfera social propia estaba anestesiada por falta de articulación y de coraje.

El sector taurino y taurófilo catalán se ha dejado amedrentar o, como mínimo, arrastrar por la hegemonía identitaria. Ha buscado los apoyos fuera de Cataluña, arrinconándose a sí mismo en vez de plantar cara movilizando a la dirigencia civil y política de la autonomía. Ha permitido que el Partido Socialista se plegase a la corriente de dominancia nacionalista también en este punto, sin plantearle una presión que le obligase a dar la cara. Ha actuado, en fin, con complejo de inferioridad, en un ejemplo exacto del principal problema actual de la sociedad catalana, que es la mala conciencia y la sumisión pasiva ante el activismo soberanista, actitudes de las que el PSC del cordobés Montilla representa el perfecto correlato político. Se trata de una cuestión de física social, de ocupación de espacios; la lidia ha sido aniquilada porque sus defensores se habían dejado previamente desestructurar con un repliegue acomodaticio y la renuncia al ejercicio activo de la disidencia.

Ahora tendrán tiempo de meditar sobre ese encogimiento pusilánime, sobre esa indolencia cómplice, sobre esa merma autoprovocada de vitalidad civil que ha facilitado el golpe de gracia ante una opinión pública arredrada cuyos sectores más disconformes se limitan a menear la cabeza y susurrar en voz baja la inconveniencia de este disparate. Podrán hacerlo cuando vayan a Perpiñán o Nimes a ver corridas como antes iban a ver cine prohibido, o en la comodidad refrigerada del AVE de Zaragoza o de Madrid que les transportará camino de un exilio moral que no han sabido impedir sin ofrecer una oposición lo bastante vigorosa como para reconfortarles al menos en la previsible derrota.

Ignacio Camacho

www.abc.es

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