Estamos a punto de conseguirlo. Los españoles somos así: no hay manera de disfrutar el sosiego propio de una sociedad madura y vertebrada. Por fortuna, todavía frenamos un paso antes del abismo... Mal Gobierno; a veces, pésimo. Egoísmos partidistas, territoriales o corporativos. Mezquindad y mala fe de quienes actúan al servicio de intereses siniestros. La realidad es muy negativa. Las perspectivas, mucho peores. La crisis económica destapa la caja de Pandora que contiene los vicios nacionales. ¿Todo está perdido? De nuevo la desmesura, aunque nunca faltan voces inteligentes, unas cuantas desde las páginas de ABC. Banqueros y empresarios de alto rango han hablado alto y claro. La clase media profesional y muchas gentes a pie de calle dicen cosas muy sensatas. El Rey está en su sitio, como siempre. Aislados por su lenguaje autista, los políticos apenas se toman la molestia de escuchar, salvo cuando el clamor aparece en forma de encuesta. No, España no se hunde, ni se recluye otra vez en el rincón oscuro de la historia. Algunos hacen méritos para llevarnos al colapso, pero llega la hora de una reacción social y de una exigencia moral con efectos políticos inmediatos: ante todo y sobre todo, sentido de la responsabilidad. Las claves se llaman interés general y política de Estado. Aunque sólo sea por instinto de supervivencia. Como siempre, está en cuestión el futuro de nuestros hijos. Además, esta vez también nos jugamos el nuestro.
Premisas elementales. Primera y principal: la sociedad española mantiene una dependencia patológica respecto del poder público en todas sus manifestaciones, desde el ministro al bedel del ministerio, pasando -faltaría más- por el concejal de urbanismo. Hay demasiados intereses en juego ante cada cambio de Gobierno. Por eso no sabemos ganar o perder sin conducir al sistema hasta el límite de su resistencia. La memoria no falla: González en el 82, secuela del 23-F; Aznar en el 96, con el Estado abierto en canal; Zapatero en 2004, en la estela trágica del 11-M. Vamos camino de otra hecatombe, esta vez social y económica, tal vez para moldear una mayoría insuficiente, y otra vez vuelta a empezar... Segunda, la más aparente. El proceso de selección de la clase política favorece a los mediocres y excluye a los mejores, aunque no faltan excepciones. Sobreviven los más hábiles a la hora de manejar el aparato de los partidos. Sobran los independientes, los valientes y los ingenuos. Una reflexión reciente de Rajoy debería tener consecuencias futuras: las leyes no favorecen la vocación política de los más preparados. Sería bueno cambiarlas. En cambio, añado, otorgan prebendas irritantes para la gran mayoría en forma de pensiones, gastos de representación o despachos con estética discutible. No sólo pasa aquí. Recuerden el bochorno reciente de los Lores y los Comunes. Consuelo para los anglófilos: tienen que devolver hasta el último penique.
Vamos con la tercera, tal vez la más grave. El Estado de partidos se traduce en instituciones fallidas que sirven como arma arrojadiza en el marco de las estrategias particulares. No sé si exagero, pero hay bastantes ejemplos entre las instituciones surgidas de la Constitución. Por el contrario, otras aguantan el tipo al amparo de su larga trayectoria histórica. Quiebra así la división material de poderes, porque nadie controla de verdad a los gobernantes y todo se reduce a un pulso partidista desplegado a través de los medios. Es decir, Montesquieu en estado puro: fallan los «cuerpos intermedios». A partir de tales premisas, la política en España discurre por algún lugar situado a medio camino entre la realidad y la ficción, una suerte de teatro de máscaras con actores estereotipados al estilo de la «comedia del arte». Repiten un discurso que nadie escucha, a base de réplicas y dúplicas en las que a veces se cuela alguna frase ingeniosa. En el marco de la atonía general, está rigurosamente prohibido decir la verdad. La peregrina historia del «ATC» nuclear es la mejor prueba del desconcierto de los dirigentes cuando las personas de carne y hueso irrumpen en el espacio público. Esto es lo que hay, y nadie puede eludir las reglas, bajo pena de exclusión fulminante.
Sin embargo, hay diferencias notables entre unos y otros. Aquí y ahora, la liviandad posmoderna muestra sus límites intrínsecos. Una política diseñada con mentalidad de adolescente es incapaz de afrontar los desafíos que atenazan a una sociedad compleja y desarrollada. Como el personaje de Balzac, Zapatero es un «sofista de la acción». Ahora inventa el «pacto obligatorio», una aportación singular a la teoría política. Sale del paso en clase de retórica, pero suspende sin remedio a la hora de la gestión eficaz. Ante un problema real, su actitud evoca el malvado comentario de Guicciardini sobre aquel duque de Urbino que ordenó la retirada ante los españoles: «veni, vidi, fugi»: o sea que llegó, vio y huyó, en contraste evidente con el gran Julio César. Y luego está el sectarismo.
Contra la vieja rabia hispánica, no existe remedio suficiente, aunque unos pocos llevamos años en la lucha por un objetivo imposible. En lugar de la Política, se impondrá -como siempre- el partidismo: no habrá pactos de Estado, cuestión de confianza, moción de censura, ni mucho menos Gobierno de concentración o elecciones generales. Cada uno, a lo suyo: unos, a sobrevivir para ver si escampa; otros, a contemplar el panorama para recoger los restos del naufragio. Zapatero en su mundo ingrávido, al modo machadiano: principios, negociables; números, muy pocos; letras, las de Bob Dylan. En cuanto al PP, resulta mucho más fiable en el terreno de la gestión y su estrategia política ofrece frutos adecuados. Ahora tiene que insistir en una propuesta atractiva, planteada ya en el debate reciente del Congreso.
Es la hora de presentar el patriotismo como receta para situaciones de emergencia. El mensaje «España es una gran nación, con un mal Gobierno», apuntado ya por Rajoy, sigue la línea correcta. También fueron muy oportunas las palabras de Emilio Botín o César Alierta en los momentos más confusos. Eso sí, patriotismo significa hechos y no sólo palabras. Los políticos deben hacer algún gesto sobre su «status», los empresarios sobre ciertas retribuciones injustificables o los sindicatos sobre las ventajas de sus líderes y asimilados. El Ejecutivo tiene que impulsar una reducción sustancial de gastos superfluos. También, por supuesto, las comunidades autónomas: con permiso de Alemania, nuestro modelo territorial es el más descentralizado de Europa, pero aquí todo el mundo mira al Estado y nadie se aplica el cuento para no disgustar a la clientela. Un plan de austeridad equitativo y razonable puede ser una buena medicina para recobrar la confianza de una sociedad irritada. Cuidado con España, porque el asunto no está para bromas. ¿Miedo al futuro? Siempre genial Elías Canetti: «Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido».
BENIGNO PENDÁS - Profesor de Historia de las Ideas Políticas
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário