Llamaba Norman Mailer la atención sobre el hecho de que aplicar la pena máxima supone que se mate a las personas que han matado a otras personas, precisamente para demostrar que no se debe matar a las personas. Una incongruencia, vamos. En las sociedades actuales no podemos aceptar sin inmutarnos la existencia de la pena de muerte, por más que, en ocasiones de crímenes execrables, se nos pueda presentar como justa.
Aplauso, pues, para la iniciativa de Zapatero de lograr una moratoria de aplicación para el año 2015 y luchar por la abolición total. Es un empeño muy loable, porque ningún ser humano puede ser considerado tan miserable como para ser tratado como alguien que no merece vivir. Por muy criminal que alguien sea nunca perderá la dignidad que le confiere ser un hombre.
Lo que extraña es que la misma persona que se convierte en paladín internacional contra la pena capital sea la que ha impulsado en España la ampliación de una ley del aborto. Que la misma persona que ayer afirmaba, rotundo, en la sala de los Derechos Humanos de la ONU en Ginebra que «nadie tiene el derecho a arrebatar la vida a otro ser humano», sea la que quiere convertir en un derecho la condena a miles y miles de seres humanos -usted perdone, Bibiana- que ni siquiera son reos de nada, porque no se les da la oportunidad de nacer.
Para estos, no hay dignidad ni derechos que valgan. Al criminal para quien se evita la sentencia a muerte se le concede la posibilidad de reinsertarse, de cambiar de vida. A las víctimas del aborto, se les impone la pena máxima y se les impide, no ya cambiar de vida, sino, sencillamente, empezarla. El dedo del César apunta hacia abajo. Los que van a morir, ni siquiera pueden saludar. Triste destino para ellos que el seno materno se convierta en un siniestro corredor de la muerte.
Luis Ayllón
layllon@abc.es
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