Las religiones han sido, y todavía son en muchos lugares, los principales vehículos normativos. En todo el planeta son tan ahora relevantes como nadie hace dos décadas habría imaginado. En paralelo, y también en nuestras sociedades ricas, estables y abiertas, la ética es el tipo de filosofía que toma cada vez mayor cuerpo. Va de suyo pensar que una cosa esté relacionada con la otra ¿Qué tiene que ver ese espesamiento del discurso ético con la multiplicidad religiosa y la necesidad de convivencia de credos distintos en sociedades globalizadas? Desde el Siglo Ilustrado, la ética, que Kant decantó, ha mostrado ser uno de los resortes más eficaces para producir innovación en el campo de los mandatos morales. Sin embargo, las religiones, por si alguien lo pensó algún día, no van a desaparecer. Puede que las democracias sean religiosamente indiferentes, pero arrastran el fuerte peso de la tolerancia religiosa.
El principio de tolerancia tiene origen precisamente en el mejor manejo que de las creencias religiosas quiso hacer el estado moderno, superadas las guerras religiosas. Holanda y Zelanda fueron las primeras en formular ese principio por el cual toda religión será tolerada siempre que no altere la paz civil. Tolerada e incluso protegida. Pero eso significa que cada creyente, en tanto que ciudadano, se compromete a acatar las leyes compartidas. Admite, por así decir, un común terreno de juego. Encontrar un mínimo compartido de normas o de valores en una sociedad que a la vez admite formas de vivir diversas, no es fácil. Hay que acordar principios entre actores que pueden no compartir trazos muy gruesos de prácticas morales. Y no llegamos todavía a conocer cuánto pueda estirarse la idea de tolerancia sin romperse. La tolerancia, actualmente, se ha salido además de su cauce inicial, religioso, porque nos es requerida también para «aceptar la diversidad». Y esto puede producir profundas perplejidades a algunos individuos.
Si admitimos formas de vida diferentes que tienen que ser respetadas ¿por qué no admitimos también las normativas de cada religión en su totalidad y no las respetamos como derechos a la diferencia? Si en nuestras sociedades hay divorcio ¿Por qué no admitimos la poligamia? Si alguna juventud se hace peircings ¿qué tiene de malo la ablación? Si la voluntad individual fundamenta la conducta recta ¿por qué no admitir todo lo que venga de ella, burkas incluidos? Estas son tres preguntas que nos llevan al centro mismo del conflicto normativo: Cómo respetar la universalidad cuando declaramos que respetamos la diversidad. Pero se puede llegar más lejos.
¿Por qué las gentes, aunque vivan juntas, han de pensar lo mismo y mantener valores homogéneos? ¿No es mejor que todo valga y que, simplemente, no nos mezclemos? Juntos pero diversos. A cada cual se le aplique su ley. Esta es la interpretación que de la tolerancia hace el multiculturalismo. Nuestras sociedades pueden aspirar a ser cosmopolitas, no internacionales, y, por lo tanto, que florezca la diferencia y cada uno se ocupe sólo de lo suyo. Del multiculturalismo al relativismo no hay ni siquiera un paso.
Por lo demás, no habría de qué asustarse. Todas las formas religiosas comparten tramos normativos relativamente homogéneos. Todas prohíben parecidas cosas: el robo, el asesinato, la calumnia. Y todas norman el sexo. Han sabido hacerlo durante siglos. Tienen sus textos sagrados que las inspiran y sus revelaciones particulares. Hay entre ellas mayores acuerdos de los que sospechamos. Que entre ellas se entiendan, como pensó que era la solución Pico de la Mirandola. Era imaginativo, pero, obviamente, no pudo ser. Europa se vio sumergida en el mar de sangre y sufrimiento que las guerras de religión abrieron tras la Reforma. La mutua tolerancia ha sido fruto de la prevalencia del Estado.
Es bien cierto que la mayoría de las religiones aplican normas básicas similares. Son normas fuertes y elementales sin cuyo cumplimiento ningún grupo humano habría sobrevivido. Los ejemplos del robo, el asesinato o la calumnia son sólidos. Todas las sociedades y, en consecuencia, sus religiones prohíben lo mismo. Sin embargo no lo prohíben universalmente. Cuando los credos no vivían juntos, sino que reinaban como monarcas cada uno en su grupo social y político, por lo común impedían estos males, pero hacia adentro. Con el extranjero, con el extraño con quien no se ha hecho ningún pacto, no hay reglas. Vale todo. Nuestros dioses no lo defienden. Esa es la dura dinámica más antigua de cualquier grupo humano.
A medida que las civilizaciones humanas fueron aproximándose en el espacio y por último compartiendo como ahora un tiempo común, cierto universalismo fue haciendo también esporádica aparición. Los mandatos se convirtieron en principios, esto es, normas abstractas de aplicación universal. Apareció la necesidad de los mínimos compartidos. Cada una de las que Duby llama globalizaciones limitadas produjo algunos de estos principios, tan dispares que van desde la regla de oro al principio de utilidad. Los principios coinciden con lo que solemos llamar normas éticas: meta-mandatos a partir de los cuales poder cribar las normas particulares de cada grupo, aprovechar lo mejor de ellas y deshacerse del resto. Se aprecia que tal trabajo sólo se hace necesario cuando una convivencia múltiple lo impone, como sucediera en el pasado y con mayor fuerza ahora que el proceso de globalización está culminando.
Pero tampoco todos los mandatos que vienen por el vehículo religioso tienen la misma entidad, aunque todos ellos sean supervivenciales. Los que norman el sexo resultan ser más abundantes, prolijos y complicados. Los acuerdos, en este terreno, son menores. Y, sobre todo, tales mandatos suelen ser diferentes para varones y mujeres en un monto considerable. No matar, no robar, no calumniar, son mínimos que no tienen sesgo de género; los tienen que cumplir las personas sean del sexo que sean. No es así con los preceptos directamente sexuales. Por tradición, -y en esto sí que el acuerdo existe-, las mujeres tienen especiales deberes de honestidad, al par que los varones se reservan mayores territorios de libertad. El sexo y la comida, además, son los objetos principales de otro tipo de órdenes, premorales, pero muy importantes, las de pureza. Y éstas también suelen tener género.
Pues bien, por dejar planteado el caso, nuestras democracias complejas son «sociedades de principios», con una abundante carga discursiva ética, y con su normativa de género debilitada, mientras que las sociedades tradicionales son lo que Lecky llamó «sociedades de vergüenza», regidas por órdenes de pureza, -magistralmente estudiadas por Mary Douglas-, y normas de género estrictas. Si estos dos tipos coinciden, colisionan. En tanto que las normas de género son la parte más divergente de las normas comunes, las mujeres están justamente en la línea de fractura. Son sus nuevas posiciones las que se han alcanzado mediante argumentaciones éticas. Y a la vez, las nuevas posiciones de las mujeres exigen innovar al discurso religioso; eso de nuevo las marca cuando éste se vuelve resistencial o inmovilista. Y durante esa colisión se produce toda una cacofonía, un ruido, en que el debate mezcla y confunde sistemáticamente órdenes, mandatos y principios; por tanto, argumenta desde posiciones inconmensurables. No por saberlo podemos quizá evitarlo, pero es nuestro deber para con el conocimiento contribuir a aclarar el campo.
AMELIA VALCÁRCEL - Catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED
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