Mientras el preso político cubano Orlando Zapata agonizaba en un hospital de La Habana, los jefes de Estado y de Gobierno americanos compartían fotos y abrazos en un lujoso hotel del Caribe mexicano y sentaban las bases de una nueva organización continental -¡otra más!- al margen de EE.UU. Entre los mandatarios, Raúl Castro, cabeza de la única dictadura hereditaria vigente en Iberoamérica.
Mientras Orlando Zapata, un humilde albañil de raza negra, moría en un hospital de La Habana, el presidente de Brasil y aspirante a líder regional, Luis Inácio Lula da Silva, se retrataba -en todos los sentidos- junto a los hermanos Castro. No muy lejos, el discípulo aventajado de los avejentados sátrapas: Hugo Chávez. De Zapata, ni media palabra.
No fueron los únicos. Ningún mandatario iberoamericano ha dicho esta boca es mía para condenar la muerte del opositor. Sólo el ecuatoriano Rafael Correa reconocía ayer que «Cuba tiene que cambiar muchas cosas». Felipe Calderón anunció que, desde ahora, todas las naciones del continente hablarán con una sola voz; no añadió que también callarían como una sola.
Honduras no fue invitada a esa Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe como castigo al golpe -apoyado por todas las instituciones del Estado- que impidió a Manuel Zelaya (en la órbita de Chávez y sus palmeros socialistas e indigenistas) propiciar un autogolpe.
Pero mientras a Honduras se la castiga y se la expulsa de la Organización de Estados Americanos, a Cuba se le tienden puentes para que regrese en un futuro a la comunidad.
Poniéndose la venda antes de la herida, el líder del Movimiento Cristiano Liberación, Osvaldo Payá, denunciaba premonitoriamente «a todos esos gobiernos que, junto con muchas instituciones y personajes, prefieren la relación armoniosa con la mentira y la opresión a la solidaridad abierta con el pueblo cubano. Todos son cómplices de lo que ocurre».
Manuel M. Cascante - Ciudad de México
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