Chicote, Lyon D'Or, Embassy, Casa Ciriaco... algunos de los lugares en cuyas mesas se entretejieron historias de espionaje.
Amor, rescate humanitario y traición en un Madrid «circa» 1940, anidado por putrefactos nazis, pero también por espías británicos que vigilaban que Franco no dejase pasar a Hitler a África. Un doctor, Eduardo Martínez Alonso, salvó a miles de perseguidos por el nazismo desde la comisura de un salón de té: Embassy. He aquí las tripas de ese Madrid.
Uno de los locales nocturnos más populares entre los empleados varones de la embajada británica era el bar Perico Chicote, en la Gran Vía. Durante la Guerra Civil, su clientela la formaban «miembros de las Brigadas Internacionales, corresponsales extranjeros y un ejército regular de prostitutas de clase obrera», relata Jimmy Burns en «Papá espía» (Debate), la epopeya del editor británico Tom Burns, que se jugó la vida como espía para luchar contra las nazis. El bar se hizo famoso por la cantidad de solteras sofisticadas que lo frecuentaban, algunas de cierta posición social, y que los antifranquistas las despreciaban como «señoritas putas de derechas». Con su barra americana, banquetas de respaldo alto, iluminación tenue, mesas bajas y sofás, Chicote destellaba como guarida íntima y sofisticada donde beber cócteles en aquel Madrid sombrío y austero.
Casa Ciríaco.Popular taberna especializada en comida casera castellana y vino de la región, reunió una de las tertulias más interesantes y eclécticas de la época. Tom Burns, espía británico al servicio de Su Majestad en la España de Franco, se acercó una tarde y desplegó el «Times» mientras degustaba jamón y chorizo con vino tinto de una garrafa de barro. Oculto tras las inmensas hojas del periódico, Burns distinguió a dos jóvenes y atractivas actrices, pintores, toreros y escritores. Edgar Neville se levantó de la mesa, le preguntó quién era y qué hacía en Madrid, y le invitó a unirse a ellos. Allí estaban Conchita Montes y Amparo Rivelles, dos de las estrellas preferidas por Neville; Antonio Díaz-Cañabate, destacado crítico taurino del momento, «un tipo enjuto y con pinta de búho, gracioso y sin domesticar», lo dibujó Tom Burns, Eugenio d’Ors, Ignacio Zuloaga, Domingo Ortega y Juan Belmonte, dos de las figuras más grandes en la historia del toreo. Belmonte, que llevaba años retirado de los ruedos, hablaba tartamudeando y con un pícaro sentido del humor: «Hasta que se de-de-demuestre lo con-con-contrario, asumo que tú, B-b-burns, como to-to-todos los ingleses, estás en el servicio de inteligencia», le descubrió.
Lyon D’Or. Un café de estilo parisiense situado enfrente del edificio de Correos, en la calle de Alcalá. Muchas personas pasaron por esa tertulia a lo largo de la II Guerra Mundial, que Tom Burns atesoraba como un club privado muy especial al estilo español. Entre ellos, arabistas, ganaderos, editores, libreros de viejo, amantes y Sebastián Miranda, que fue quien le presentaría a Burns, en el Cigarral de Toledo, a Gregorio Marañón, y a quien sería la esposa del británico, Mabel, hija de don Gregorio. «Aquellas noches en el Lyon D’Or —recordaría en sus memorias Tom Burns—, se convirtieron en un hábito, eran distendidas, pero siempre con la austeridad que subyace en casi toda la vida española. Había dado con una arteria de la España esencial, ese país inmanente, distinto a las pasiones polarizadas de la Guerra Civil, y aún muy lejos de estar extinguido».
Las Ventas- 20 de octubre de 1940. Tras visitar el Monasterio de El Escorial, donde recibió la bendición de los monjes, Heinrich Himmler, autoproclamado jefe supremo de las SS nazis, presencia una corrida en Las Ventas desde el palco presidencial. Llueve a cántaros, y el presidente decide suspender la lidia al término del tercer toro. Cuando la banda empezó a tocar el himno nacional alemán y el público se puso en pie aplaudiendo y saludando, un miembro de la Gestapo vio que dos hombres permanecían sentados. Eran Tom Burns y su amigo Gerry Young. Burns, que había comprado las entradas más baratas para mezclarse con la multitud, sabía que sonaría el himno alemán, pero al final de los seis toros, y él pensaba abandonar la plaza en el quinto. No contó con la lluvia. Por principios y bravuconería, Burns y Young permanecieron sentados cuando se tocaba el himno alemán. La Gestapo les sacó a empujones. En el patio de caballos, Burns se zafó de los captores nazis y corrió hacia dos guardias civiles para identificarse como diplomáticos ingleses al grito de «¡Estoy bajo jurisdicción española!». Burns ofreció un habano al oficial y le explicó que Gran Bretaña reconocía la soberanía española en la plaza, pero no la alemana. Los Guardias Civiles convencieron a los nazis de que se harían cargo de Burns y su amigo. Les reprendieron formalmente, les quitaron el dinero y les dejaron libres.
Salón de té Embassy. Con el valeroso apoyo de su dueña, Margarita Taylor, el salón de té Embassy en Madrid se convirtió en uno de los principales centros de rescate y recuperación de los elegidos, que llegaban clandestinamente de la mano aliada durante gran parte de la II Guerra Mundial. Eran indocumentados, militares desertores de los ejércitos aliados caídos bajo dominio nazi, judíos y apátridas, o presos liberados de las cárceles y campos de concentración, así como los fugitivos recogidos en los enlaces pirenaicos. Cuenta Patricia Martínez de Vicente en «La clave Embassy» (La Esfera de los Libros) la increíble historia del médico español Eduardo Martínez Alonso —padre de la autora—, que salvó a miles de perseguidos por el nazismo. El ambiente ligero y frívolo de Embassy, situado en la esquina del Paseo de la Castellana con la calle de Ayala, era una tapadera extraordinariamente bien manipulada. Las operaciones se alternaban con toda naturalidad entre las mujeres más elegantes de Madrid, vestidas con un discreto Pertegaz o con las firmas francesas de más renombre, señoras que sabían dosificar el Madame Rochas o el Patou apenas dejando una imperceptible estela olorosa al pasar. El matrimonio Creswell, los Babington-Smith, Alan Lubbock, ayudante del agregado militar, el brigadier Torr, David Thompson, jefe de pasaportes, y Clayton-Ray, entre otros altos funcionarios destinados en la capital, acudían a Embassy para respaldar la labor humanitaria encubierta de Margarita Taylor y del doctor Eduardo Martínez Alonso.
Antonio Astorga
www.abc.es
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