sexta-feira, 26 de fevereiro de 2010

La salud

Aprobada en el Senado por cuatro votos –ay, sacristanes del PNV– la «Ley Pajín» del aborto –la ministra Aído sólo ha puesto la cara, muy mona por cierto, el Gobierno ha aplaudido la madurez democrática de la Ley. Hay leyes, según el Gobierno, con madurez democrática y otras sin ella. Nada que oponer a tan retórica sandez. Pero sí merece un comentario el vaticinio del tonto de turno del gabinete: «Esta ley traerá más salud a los españoles». Creo que la autora de la inteligente observación ha sido doña Leire Pajín, la rubia mazorca de Benidorm, de soltera Leire Pajín.

No termino de entender que el asesinato de doscientos mil niños indefensos al año sea beneficioso para nuestra salud. Es posible que el senador socialista Lerchundi, propietario de algún establecimiento abortista, pueda ofrecernos la luz para comprender tan nebulosa observación pajinera. Si no mediaran de por medio tantos cadáveres de inocentes pasados por las «turmix» de las trituradoras, se podrían hacer bromas. Por ejemplo, que se aprueba una ley para conservar los pinsapos de la serranía de Ronda, y Leire Pajín nos sorprende con la siguiente sentencia: «Esta ley garantiza el futuro de la industria del calzado de Elda». Porque, y en verdad lo intento, no alcanzo a adivinar el matiz que me impide relacionar la muerte con la salud.

Tampoco puedo comprender que una votación pactada desde intereses que nada tienen que ver con el aborto, pueda cambiar –y por los pelos–, un estado social, que en mi caso –y lo siento, soy creyente y perdón pido por ello–, también es moral y religioso. Un delito que se convierte en un derecho. Dirán los defensores de estos crímenes legalizados que soy un cavernícola y un papanatas. Pueden hacerlo, por cuanto yo no me muerdo la lengua ni la pluma para afirmar que ellos son los cavernícolas pero no los papanatas, porque asesinar a seres humanos indefensos no es papanatismo, precisamente. Estoy, y he estado siempre, en contra de la pena de prisión para las mujeres que han abortado. Se me antoja una crueldad absoluta. Las mujeres que abortan fuera de las justificaciones razonables llevan su pena en el alma durante toda su vida. La sociedad no puede castigar lo que de por sí ya es un castigo. Pero de ahí a convertir en un derecho lo que a todas luces es una opción desalmada de negar la vida a un ser humano indefenso, hay un largo trecho. A las estudiantes menores de edad, a las estudiantes de dieciséis y diecisiete años, se les exige el permiso paterno para darse de alta en una biblioteca pública o para obtener el pasaporte. No todo se consigue con la autorización de los padres. Por mucho que unos padres autoricen que sus hijos menores de edad entren en una discoteca, la autorización no sirve. Y resulta raro que una chica de dieciséis años no pueda estudiar en una biblioteca sin permiso de los padres, o viajar con sus amigas sin permiso de los padres, o tomarse una copa con y sin el permiso de los padres, y no encuentre ningún impedimento legal ni administrativo para acabar con la vida de un ser humano por un simple desacuerdo con la oportunidad. Para eso, no necesita permiso alguno.

En esas condiciones de falta de entendimiento me hallo. La culpa será mía, probablemente. No me han educado ni preparado para aceptar como un derecho el más cobarde de los crímenes. No me han educado ni preparado para sentirme feliz y seguro en una sociedad que considera que traerá más salud a los españoles una ley asesina. Me encantaría ser como los sacristanes del PNV.

Alfonso Ussía

www.larazon.es

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