España es la campeona del mundo. Lo mereció en un encuentro en el que fue la única que lo intentó, en un choque durísimo que acabó en una prórroga decidida por un precioso gol de Iniesta.
En el comienzo del partido, minutos antes del encuentro, se palpaba la intensidad del momento, y es que no hay nada en la vida, nada, comparable a la emoción que se siente ante la final de un Mundial de fútbol. Nada: ni el rugir de las entrañas cuando merodeas el teléfono antes de llamar a la mujer amada, el sonido de una canción, la visión de una bella escena de cine o tirar de la melena a un león. Nada es comparable a ese estado de permanente alerta de todos los sentidos ante lo que ves, oyes o sientes. Todo se almacena en el alma: el color de las banderas, el sentimiento de ilusión que desprende la gente, el ruido y el constante sonido de la frase de Shankly en el último vericueto de tu mente: “Mucha gente piensa que el fútbol es un juego a vida o muerte, pero es mucho más importante que eso”.
Y cuando salen los tuyos al campo te cuesta hasta respirar y buscas ayuda en una mirada al amigo, “vamos, es la hora, es la nuestra”. Y si uno recoge todo eso, resulta imposible adivinar lo que tiene que sentir el actor principal: los nervios en la cuerda de un violín. En el caso de los adalides de la fuerza y el rigor, la escena acompaña: a ira y fuego, que se complementa con la emoción del momento. Pero ¿España? Tenía que contener todos los sentimientos y calmarse para hacer su fútbol, que es cerebral, mecánico, de toque, serenidad y calma, calma y serenidad. En un tapete como este resulta doblemente meritorio. Pero ahí estaban, prestos a redondear el momento estelar, la pluma lista para escribir más bella historia jamás contada. Vencer o morir porque no vamos a tener otra, ¿o sí?.
Y rodó el balón. En el minuto menos uno se vio la fotografía del partido: una avalancha salvaje de patadas de los holandeses para frenar la circulación de juego de los españoles. De todos los colores y a todas las alturas: tobillo, rodilla, pecho, cabeza. Un vendaval de golpes de karate, aikido y kung fu que no sabía de fútbol ni de balón. ¿Qué hizo el árbitro? Esconderse, un cobarde en toda la regla, un inepto amedrentado por la situación, sin atreverse a coger el partido por el cuello y ponerlo en su sitio.
Un tipo desalmado
Los de Del Bosque se salieron del encuentro. Sin posibilidad de tocar sin jugarse el cuello, tenían que saltar en cada jugada vaya a que viniese el talador de turno a rebanarles el cuello. Por lo visto, Holanda ha pasado de ser una naranja mecánica a ser una naranja macarra, barriojera y podrida futbolísticamente, un equipo de la peor especie. En este sentido, Van Bommel y De Jong se distinguieron por tener el hacha más afilada. Repartieron todo lo que quisieron y más y de esa forma llevaron el choque a su terreno, ese donde el fútbol no existe y sólo se contempla el choque, el juego aéreo y el balón parado. Van Bommel, concretamente, es una vergüenza para el fútbol mundial, un tipo que siempre llega a balón pasado y no se frena, por el contrario, mete el pie donde mayor daño hace, sin contemplaciones y sin pudor alguno. Su compinche, el tal Weber, se lo saldó todo con una simple tarjeta amarilla.
España intentó salir del agujero como pudo. Respondió de vez en cuando y se encontró con que entonces sí, dos pataditas, dos tarjetas, mientras que los otros veían el mismo número de cartulinas después de repartir en toda la geografía del toro hispano.
Aún así, el poco fútbol que se vio partió de España, que intentó buscar a Villa y Pedro en largo, ante la imposibilidad de tocar en corto. Algunos jugadores se vieron fuera ante el fuego cruzado: por ejemplo, Iniesta que, liviano y asustado, entró poco en juego y, además, se olvidó de bajar a ayudar a Capdevila y a cubrir las subidas de Van der Wiel, tareas sin hacer que casi cuestan un disgusto.
En el maremágnum y caos de patadas y codazos, el que mejor mantuvo la calma fue Casillas (porque no recibió, claro). Realizó paradas estupendas y sostuvo al equipo en el descontrol en el que España se iba sumiendo poco a poco.
Pocas cosas variaron en la segunda mitad. Los holandeses variaron las patadas porque, aunque sólo fuera por acumulación de faltas, se estaban cargando, como en el baloncesto. Todo lo cifraban a los balones aéreos donde España se perdía, ausente, sin concentración. A la suma de patadas se uníó, todo hay que decirlo, una buena colocación de Holanda: los once por detrás del balón, bien situados, pero sin mayor aspiración que cortar el juego español. Proponer apenas propusieron. Un poco de Sneijder y algo más de Robben, poca cosa para lo que se supone de la historia de esta selección. Fue Robben el que tuvo la copa, y Casillas se la quitó con una salida espléndida. La ocasión vino precedida, como no, de una falta en un salto de Kuyt que el árbitro pasó por alto.
Y vuelta a empezar. En el meridiano del último periodo, los mamuts holandeses empezaron a flaquear y España respiró un poco. Entró Navas y respiró aún más, pero sin resultado, un tanto dormido Villa, aletargados por los golpes el resto, sin acabar de encontrarse cómodos en el choque, que era espinoso, abrupto a más no poder, cansino y, porque no decirlo, malo en la ciénaga donde lo había metido Holanda.
Derrengados, los naranjas se pasaron el último tramo encerrados, sin fuerzas ni ganas de jugar, las mismas que habían tenido durante todo el partido. Se fueron salvando entre faltas y cortes de última hora, todo confiado a la contra de Robben que, ciertamente, dio más de un susto y dos.
Y a la prórroga, con los dos rotos, unos cosidos a patadas y los otros cansados de pegarlas. El fútbol se quedó olvidado en la taquilla del árbitro, sin desempolvar. En lo extra, todo fue de España, tres espléndidas ocasiones de Cesc, Iniesta y Navas, pero todo agua, sin premio al único que lo intentaba. Y como suele pasar, el único que lo intentó lo logró: Iniesta aprovechó un pase interior y la colocó dentro, después de tanto sufrimiento, de tanta injusticia y de tanto navajazo traicionero. Al final, la gloria fue para el mejor: para España.
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