Carece de consistencia creer que el mundo de la ciencia, la génesis de la creación del Universo, el surgimiento y proyección maravillosos de ese rey de vida que es el hombre, son resultados de una mecánica azarosa, sin un punto de racionalidad. ¡Respetad al hombre!, ¡No tratar de abrogar el asombroso entramado de leyes que le sustentan, apuntando hacia el impulso generador de Dios! Qué hermosa cadencia científica la que nos desvela el insigne bioético León R. Kass al hablarnos del misterio del embrión humano y de la ética de la hospitalidad ante su demanda de cobijo.
El tema del aborto irrumpe de nuevo en el panorama social de cada día, esta vez de modo violento, con aspereza y desolación de tragedia, dejando tras sí una espiral de aniquilación y de muerte. Todos presumíamos lo que había detrás de un montaje anclado en la inveracidad y en el fraude por obra de los especuladores del negocio de aborto. No sin razón se viene afirmando hallarnos ante una «ley muerta», de manifiesta inobservancia. No son pocos los que buscan encubrir auténticos crímenes -propios asesinatos o infanticidios- bajo el disfraz de un supuesto aborto legal. La perversa inspiración de los agresores no tiene descanso. Las administraciones se han inhibido del deber de inspección y seguimiento. Ante el escándalo social recientemente promovido aumenta el clamor de que la justicia «actúe con contundencia». La Organización Médico Colegial (OMC) ha anunciado su actuación como acusación particular «en defensa de los valores éticos y deontológicos de la profesión médica».
No falta quien oye indiferente, sin conmoverse en sus raíces más íntimas, haberse hallado entre el hedor de una basura de residuos, fetos humanos de siete meses de gestación, con aire en los pulmones. Bien merece aquél su baja del censo de seres humanos constituidos en dignidad. Si hubiese contribuido a ello como sujeto de la Medicina, cainita en el seno de su nefando arte, que abandone para siempre el sagrado recinto de la profesionalidad. Las brutales técnicas que están teniendo acogida en las prácticas abortivas discurren entre silenciosas complicidades. Saber de la decapitación del feto o de su pavorosa degollación, ha acrecentado el estremecimiento de horror que invade a un sector amplísimo del medio social.
El supuesto de grave peligro para la vida o salud física o psíquica de la embarazada es invocado por la mayoría de las abortistas -se habla del 97 por ciento-. Ha quedado evidenciada la artificial preparación de unos informes ad hoc y de una documentación falsa elaborada en correspondencia con una imaginaria realidad circunstancial de la aspirante al aborto, cual resalta el catedrático Enrique Villanueva, firme denunciante de indicadas tropelías. Miró i Ard_vol llama la atención acerca de que los médicos psiquiatras que determinan el riesgo grave de salud para la madre suelen estar a sueldo de la propia clínica que lleva a efecto el aborto, y sus dictámenes no están sometidos a ningún control.
Es algo que se impone y está en la mente de todos y en la boca y pluma de muchos, la urgente necesidad de una mayor información, particularmente una más completa formación. Entre la más acusada juventud se palpa una menor conciencia de riesgo, una baja conciencia (M. Delgado), porque si no se obraría en consecuencia, conscientes del alcance de los propios actos y de la entidad y trascendencia del apuntamiento de un nuevo ser. Los educadores, los pedagogos, los padres, en definitiva las familias y los centros educativos, son los principales y más cualificados sujetos llamados de forma inaplazable a asumir tal llamada de responsabilidad. Inasumible la idea, ante el evento de un no deseado embarazo, de que el feto es parte del cuerpo de la madre. Cual proclamaba Julián Marías, ello constituye una insigne falsedad, porque no es parte, está «alojado» en ella, implantado en ella (en ella y no meramente en su cuerpo).
La reacción producida recientemente por algún sector interesado ante la divulgación de las más siniestras prácticas de aborto obedece más a un propósito disimulador preventivo dada la alarma social suscitada y la persuasión de efectivas clínicas albergues sistemáticos de destrucción de la vida. Tratando de prestar cobertura a los escándalos y demasías descubiertos, prestando faz a las esperpénticas secuencias que se nos describen, se levantan por aquí y acullá gritos de organizaciones pugnando por la distensión de la Ley del aborto, tornándola émula de la «holandesa», 24 semanas de plazo para abortar libremente. Tratar de restar importancia al aborto en la conciencia colectiva es el lema oculto de una progresía que se propone romper a toda costa con la tradición, destruyendo toda clase de vínculos. «La tradición -afirma con precisión De Prada- es una cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente».
La idea de un aborto libre se halla flotando con insistencia en sectores políticos y doctrinales. Los informes psiquiátricos y médicos suelen carecer de la más mínima solvencia. Es un signo identitario de una izquierda extremista y desmotivada. El sistema de aborto a plazos corona el indiferentismo y la arbitrariedad más absoluta. Si ello prosperase, el derecho a la vida, tan contundentemente proclamado por el artículo 15 de la C.E., resultaría fuertemente violado y maltrecho.
Es algo sabido y ciertamente aceptado que la vida propia e independiente del nasciturus es algo real e incontrovertible, un bien jurídico exigente de protección y respeto, parte de ese colectivo humano -«todos»- con derecho a la vida y a la integridad física y moral que troncalmente y con firmeza resalta la Carta Magna. El feto es un ser vivo, un ser humano, con un código genético propio, «es un paciente, es uno de nosotros», cual advierten destacados científicos. Cobo del Rosal sintetiza admirablemente la razón de su genuidad: «nunca antes en la historia de la Humanidad ha existido exactamente ese ser, y nunca más volverá a existir otro ser humano exactamente igual a ese». No cabe mayor arrogancia por parte de quien ostenta el Poder en la sociedad que atribuirse la facultad de disponer del derecho a la vida de los demás, definiendo la condición de hombre.
La familia es una de las instituciones acreedora a la gran estima de la sociedad. Comunión permanente y estable de personas cooperantes con Dios en el altísimo fin de la procreación humana. La familia fundada en el matrimonio -aduce Carlos Osoro- constituye «un patrimonio de la Humanidad», una institución social fundamental.
Francisco Soto Nieto - www.abc.es
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