Estos dos últimos días hemos asistido a una contundente puesta en escena mediática, una suerte de funeral de cuerpo viviente, anticipado, de Fidel Castro. No sólo corrieron ríos de tinta sobre su renuncia y sobre la nueva etapa que se abre en la historia política cubana, sino también se publicaron numerosas biografías del líder máximo revolucionario. En verdad, habría que desdramatizar los hechos y ubicarlos en un contexto adecuado. Antes que nada, como señaló de un modo enfático su compañero y amigo Hugo Chávez, Castro no dimitió de ningún cargo ejecutivo (a nada, en versión chavista), sólo se limitó a renunciar a la posibilidad de ser reelecto para el cargo de presidente del Consejo de Estado en la sesión parlamentaria del domingo próximo.
Las circunstancias que han llevado a esta medida están vinculadas no tanto al delicado estado de salud del comandante, que le impide aparecer personalmente en televisión para dar la noticia, sino, especialmente, a la necesidad de legitimar al próximo gobierno. Fidel Castro tenía, tiene, toda la legitimidad revolucionaria, reforzada por su liderazgo, que pese al fuerte desgaste de décadas de ejercicio del poder, apenas se vio contestado desde dentro del régimen. Pero un gobierno sin Fidel Castro carecería de esa legitimidad. Al no ser viable, de momento, la existencia de una salida democrática, la legitimidad sólo puede emanar de las instituciones y de la Constitución vigentes. La legitimidad revolucionaria y el liderazgo no pueden transmitirse, ni siquiera por vía fraterna.
Desde la perspectiva del régimen, un gobierno provisional, como fue el encabezado por Raúl Castro los últimos 19 meses, carece de la legitimidad necesaria para afrontar los graves desafíos que impone el futuro, sean éstos de cualquier naturaleza. Tanto para impulsar las reformas que Cuba necesita como para emprender la defensa numantina de lo ya existente hay que estar asentado sobre bases más sólidas que la simple delegación temporal del poder de un presidente enfermo.
De todos modos, hasta el próximo domingo, cuando la Asamblea Nacional elija a las nuevas autoridades, no estaremos en condiciones de saber algo más sobre el futuro de Cuba. Y puede que ni siquiera entonces. De la composición del nuevo gobierno, de los nombres allí presentes y ausentes, de la correlación de fuerzas entre aperturistas e inmovilistas, podremos extraer algunas conclusiones. Sin embargo, la posibilidad de que la larga sombra de Fidel Castro se siga proyectando a través de sus escritos y sus llamadas telefónicas sigue estando presente. Se han echado muchas campanas al vuelo, demasiadas. Puede que me equivoque, y me alegraría de ello, pero antes de doblar por la transición deberían previamente sonar otros toques.
Carlos Malamud
Investigador principal de América Latina del Instituto Elcano
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