«El chino es un vicario, lo sabe toda Cuba. Le tiene un miedo cerval a Fidel desde que era un niño», repite toda La Habana en baja voz, para cualquier «cubanólogo» que se acerque a la isla. El Chino es Raúl Castro. Con ese alias sospechoso se le conoce desde que era un niño: por sus ojos y su rostro barbilampiño, nada fáciles de ubicar genéticamente. Una leyenda urbana sostiene que «El Chino» no es hijo del viejo Ángel Castro y Lina Ruz, sino de Lina Ruz y un cocinero chino de la casa familiar a quien Raúl habría sacado clandestinamente de Cuba a principios de la Revolución para librarlo de la furia del Líder Máximo.
Otra leyenda urbana, más cercana en el tiempo, dice que lloró como un niño ante su propio espejo al ver morir como un hombre a Arnaldo Ochoa, fusilado por una supuesta traición a la patria que nadie ha visto por ningún lado. Arnaldo Ochoa, llamado El Calingo por sus tropas y amigos más cercanos, es hoy el general más laureado de la Historia de Cuba, Mariscal en Jefe de las tropas aliadas de la Unión Soviética y Cuba en la guerra de Angola, el héroe (contra pronóstico) de Cuito Canavale. El Chino y el Calingo eran íntimos amigos, viejos camaradas de tragos, juergas y ejercicio de poder desde que Ochoa, de la mano de Raúl Castro, se incorporó a la guerrilla siendo un niño. Una tercera leyenda urbana de La Habana susurra la adicción por largas temporadas al excesivo consumo de whisky por parte de Raúl Castro y sus «retiradas terapéuticas» a hospitales de recuperación para la alta nomenklatura gerontócrata de Cuba.
Sea o no verdad cuanto se cuenta de Raúl Castro, consta su gusto por las mujeres más que su hipotética homosexualidad silenciosa. Hay que recordar que fue además uno de los introductores de los métodos búlgaros para «reeducar el vicio de la homosexualidad» y uno de los creadores, junto al fanático de Guevara, de la UMAP (Unidad Militar de ayuda a la Producción). Con respecto a Guevara, hay una anécdota que cuenta Paquito d´Rivera desde hace años. «El argentino», como lo llamaban en privado los «jefes» del gobierno, llega a una fiesta cubana, se mezcla con los asistentes y le pregunta a Paquito que a qué se dedica. «A la música, Comandante», contesta el genio D´Rivera. «No, no, chico, te estoy preguntando que en qué trabajas», contesta Guevara irritado. No se había enterado de que en Cuba la música es la religión pasional y cotidiana con la que las horas del día y de la noche pasan en su soplo. En eso, en cuanto a la música, Guevara era igual que ha sido toda la vida Castro: más que indiferencia, se mostraron siempre furiosos ante la música, «esa pérdida de tiempo». Una gran parajoda, a lo Cabrera Infante: durante décadas vetaron la música y la estética de los Bleatles para terminar erigiendo (mediante el talento ubicuo de Eusebio Leal) una estatua en bronce a John Lennon en un parque habanero.
Y llego ahora a Fidel Castro, cuando los medios informativos de todo el mundo proclaman su retirada como una esperanza de cambio. En «Yo, El supremo», el novelista Roa Bastos recoge la historia real del doctor Francia, el dictador paraguayo, que hizo correr por todo el país la noticia de su muerte para ver y saber qué hacían sus «súbditos» y los paniaguados de su poder omnímodo. El doctor Castro, dos días después de negar una enfermedad que se hacía cada vez más evidente, entregó los papeles del poder a su vicario Raúl Castro para que su obra siguiera adelante. Fue hace más de un año y medio. Entonces escribí en este mismo periódico que la agonía sería lenta y que los funerales de Castro había que irlos celebrando poco a poco: por los tiempos que fueran marcando la enfermedad real y la reconocida sagacidad del enfermo.
Tumbado en la cama de su hospital, lejos del «Punto Cero» de Jaimanitas donde ha residido durante décadas, Fidel Castro recibe alimentación intravenosa y química de recuperación y mantenimiento. No tiene intestino, sino un implante artificial, y un estómago dañado que recibe constantemente una asistencia que no impide la lenta disolución de la vitalidad legendaria del dictador, el otrora llamado «El Caballo».
Ahora estamos en el segundo funeral de Fidel Castro. «El vicario» aparenta haber tomado el poder en el escenario histórico del teatro anquilosado de la Revolución cubana. La vieja guardia, burócratas y generales y gerontócratas (Ramón Espinosa, Ulises Rosales, Abelardo Colomé -Furry-, Ramiro Valdés, «Polo» Cintra Frías, Julio Casas, Juan Almeida, Machado Ventura, Alarcón y algunos otros) cierran filas junto a los llamados «talibanes» y en torno al tiempo inamovible y la hipotética impasibilidad de la Revolución, con la vieja prédica «Patria o muerte. ¡Venceremos!» cayéndose a pedazos.
En la calle Ocho de Miami City, en las proximidades del Versalles o del Ayestarán, celebran de tiempo en tiempo los exiliados la inminencia de la muerte de Castro. Pero con la misma desesperante lentitud con la que ha pasado medio siglo en el poder absoluto de Cuba, Fidel Castro amenaza ahora con morirse por tiempos, funeral tras funeral, mientras en el interior la gente mayor contiene la respiración y la gente más joven baila, hace música, sueña con viajar al exterior antes de hacerse viejos y que Cuba sea, por fin, un país como todos los cubanos quieran.
Mientras se celebran uno tras otro los funerales de Fidel Castro en la isla, los Estados Unidos de George Bush sostienen contra Cuba un embargo políticamente tan absurdo como moralmente insoportable. Un embargo hipócrita e inútil que, unido al bloqueo del todavía vivo Fidel Castro y a la voluntad gerontocrática de sus generales de morir en el poder y perpetuar la especie fracasada del socialismo revolucionario, hacen imposible de momento ninguna esperanza real de cambio en el archipiélago de Cuba.
Hace más de quince años, en Habana Vieja, el barrio habanero que muchos turistas españoles creen torpemente que es el «más negro y peor de toda la ciudad», consulté con Nicasito León, un babalao que había estado con Ochoa en África, el futuro del Líder Máximo. «Un diplomático español que lo vio ayer de cerca me dio que Castro estaba verde, desmerengándose de viejo y enfermo», le dije. Nicasito León levantó las cejas y empezó con el ritual de sus caracoles una y otra vez. Los echó durante una hora «para leerlos bien», me dijo. Al final me confesó lo que decían sus caracoles. «Morirá a los 82 años cumplidos. ¡Y triunfante!, ¿eh?, en el poder, no te vayas a olvidar de eso». Castro, cuya mujer, Dalia Soto del Valle, cree en la santería hasta el punto de tener la casa familiar llena de altarcitos coco, flores y fuegos, cumplirá 82 a mediados del próximo agosto. Hasta entonces, no sabemos todavía cuántos falsos funerales han de celebrarse en las páginas de los medios informativos del mundo hasta enterrar de verdad los despojos mortales de Fidel Castro.
J. J. Armas Marcelo, escritor.
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