Están ya muy cercanas la elecciones en España y en Estados Unidos. Hay otras importantes elecciones en perspectiva, como las rusas. Pero éstas tienen menos importancia porque no son sino «pseudo-elecciones» (según The Economist), donde el ganador está determinado de antemano y el único opositor verdadero (Mijail Kasianov, liberal, ex primer ministro de Vladímir Putin) ha sido descalificado por la junta electoral.
Las elecciones españolas y norteamericanas, por su parte, presentan interesantes paralelismos y simetrías (pese a las enormes diferencias entre ambas naciones, por supuesto). Dentro del bipartidismo imperante en ambos países, en España gobierna la izquierda y en Estados Unidos la derecha. Ambos gobiernos y presidentes son curiosamente simétricos. En ambos casos, sus orígenes (elección y reelección) están ligados inextricablemente a sendos horrendos atentados islámicos: 11-S y 11-M. Ambos gobiernos, especialmente el español, niegan acaloradamente tan evidente relación, con lo que recuerdan la frase del Sueño de una noche de verano shakespeareana: Methinks the lady protesteth too much, la dama protesta demasiado. En latín castizo, excusatio non petita... Ambos presidentes representan facciones más bien extremas en sus respectivos partidos: George W. Bush, la derecha religiosa; José Luis Rodríguez Zapatero, la izquierda anticlerical. Ambos se presentaron al electorado como conciliadores y unificadores, pero tan pronto asumieron el poder descalificaron al otro gran partido, prevaliéndose Bush de su mayoría en ambas Cámaras y Zapatero, del apoyo casi incondicional de los partidos minoritarios nacionalistas. Ambos llegaron al poder con un alarmante desconocimiento de política internacional (y de cualquier idioma extranjero) y su ejecutoria ha confirmado las consecuencias de tal carencia. Ambos presidentes son de una extracción social parecida, y se caracterizan por una ambición desmedida y una infundada confianza en una panoplia muy elemental de ideas. Y ambos, tras unos recientes -y relativos- descalabros electorales, han tratado de moderar su política convergiendo hacia el centro, con una diferencia muy importante: Bush ya no es candidato y Zapatero, sí.
A muchos les desagradarán estas comparaciones y estas simetrías, y les parecerán peregrinas. Pero la realidad es que no soy yo el primero en advertirlas y escribir sobre ellas y que se remontan a mucho antes: hay también curiosas simetrías entre Bill Clinton y José María Aznar, e incluso entre Ronald Reagan y Felipe González. Republicanos y socialistas dominaron en USA y España durante los años ochenta del siglo pasado.
Fue bien entrados los noventa cuando los respectivos electorados se cansaron de gobiernos desgastados y corruptos y dieron el poder al partido de la oposición. Una vez en el gobierno, Aznar y Clinton sorprendieron a propios y extraños por su moderación y buen hacer. Los republicanos pronto se indignaron por la falta de sectarismo de Clinton y sobre todo porque enjugase el déficit presupuestario que ellos habían dejado. «Cómo se atreve -parecían decir- a equilibrar el presupuesto, cuando eso es privativo de los republicanos y lo propio de los demócratas el gastar sin tasa?». No le perdonaron que les robara el programa que ellos no cumplían. Aznar también equilibró el presupuesto, y logró que España entrara en el primer grupo del euro. Además, mantuvo su distancia con la Iglesia (que pronto mostró su decepción con su ecuanimidad) e incluso vio con simpatía que un ministro de su gobierno se divorciara y se casara por lo civil. Como a los republicanos en América, a los socialistas españoles les indignó el centrismo de Aznar y su éxito en las relaciones internacionales; la reelección de ambos, Clinton y Aznar, llevó a sus contrincantes al colmo de la exasperación: que en un país de izquierdas como España tuviera tal éxito la derecha no se podía permitir. Lo mismo, simétricamente, ocurrió en USA. Socialistas y republicanos se pusieron en pie de guerra en sus respectivos países: los errores (algunos pueriles) de Aznar y Clinton en sus segundos mandatos, facilitaron que las facciones más extremas de la oposición alcanzaran el poder.
Una vez de vuelta en el gobierno, socialistas y republicanos se ensañaron con la nueva oposición y ésta, desorientada, apenas supo responder. Oponerse a las rebajas de impuestos de Bush, o a la guerra de Irak, parecía el suicido político en Estados Unidos hace pocos años; en España, oponerse al bombardeo de leyes sociales del gobierno socialista, algunas de ellas absurdas, a la marea de nuevos estatutos autonómicos, o a la retirada de Irak, también parecía condenarse al ostracismo. Tanto en Estados Unidos como en España, hasta hace poco más de un año, la oposición apenas se oponía, desconcertada ante la prepotencia del partido en el poder, que además les acusaba con virulencia de ser virulentos.
En Estados Unidos, con todo, y a pesar de que aún no se conocen con seguridad los respectivos candidatos, una cosa está clara: el electorado rechaza hoy con firmeza la política gubernamental de estos últimos ocho años. Esto lo demuestra el éxito del senador republicano John McCain, que representa la moderación y la vuelta al centro; fue derrotado en 1999 por Bush en las primarias y muchos pensamos que el mundo hoy sería muy distinto de haber ganado McCain entonces. En España, el rechazo a la política del gobierno no es tan clara: no hay primarias y el presidente es candidato. Pero, aunque los socialistas sacan una ligera ventaja, dado lo mediocre y vacilante del papel de la oposición en esta legislatura, la igualdad en las encuestas y la baja en la participación pueden interpretarse como una falta de entusiasmo por parte del electorado muy poco halagadora y aún menos tranquilizadora para el gobierno.
De toda esta larga disquisición sobre paralelos y simetrías en la política de ambos países creo que puede sacarse una modesta conclusión: a la larga, tanto en Estados Unidos como en España, la moderación, aunque no exenta de firmeza, rinde en política. En cambio, la obstinación en poner en práctica ideas repentinas y poco meditadas, por atractivas que parezcan en un momento dado, a la larga tiene su coste. En un sistema bipartidista especialmente, respetar al contrincante significa respetar al electorado. Desde el «Trienio Liberal» hace casi dos siglos, los «trágalas» acaba tragándoselos uno mismo. El dogmatismo y el simplismo pueden parecer atractivos en momentos de pánico o de euforia. A la larga, desprestigian y desgastan.
Gabriel Tortella
Catedrático emérito de Historia Económica de la
Universidad de Alcalá de Henares
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