Hace dieciocho años, prácticamente un año después de la caída del Muro de Berlín, William F. Buckley Jr. realizó un viaje político por Europa Central y por la entonces aún existente Unión Soviética con una delegación de conservadores estadounidenses. En casi todos los países que visitó sus nuevos dirigentes democráticos le dieron la bienvenida con mucho entusiasmo. Incluso en la Unión Soviética, los líderes reformistas cuyo imperio se estaba desmoronando lentamente ante sus ojos lo trataron con una curiosidad respetuosa.
Al principio, Bill -que es como lo conocía todo el mundo- estaba un poco confuso ante su aparente fama. Pero luego se lo explicaron: algunos de esos ministros, jefes de nuevos partidos políticos y directores de periódicos nacionales de larga tradición (con nuevas líneas editoriales) habían leído copias de contrabando de su revista anticomunista «National Review» durante los muchos años en los que los comunistas los habían condenado a trabajar como fogoneros y canteros. Otros sabían que Bill había organizado una concentración anticomunista en el Carnegie Hall de Nueva York en protesta contra la visita de Nikita Jrushchev a Estados Unidos en una época en la que muchos políticos y analistas occidentales instaban a la gente a que pasaran por alto los crímenes del comunismo y la represión constante del bloque soviético en aras de la paz mundial.
Bill se tomó en serio la expresión «naciones cautivas» y quería liberar de verdad a los pueblos que vivían bajo el yugo soviético. Es probable que pensara que en su vida no llegaría a verlo, pero lo hizo. En consecuencia, Bill era célebre entre aquellas personas que creía que nunca habían oído hablar de él, en lugares que nunca habría esperado poder visitar con libertad.
Está claro que Bill estaba acostumbrado a ser famoso. En Estados Unidos alcanzó este rango poco después de cumplir los veinte, cuando, nada más licenciarse, escribió el libro God and Man at Yale («Dios y el hombre en Yale»), que criticaba severamente a su alma mater por su impiedad y su progresismo irreflexivo. Era un libro escrito por un joven que arremetía con desenfreno y gracia contra unos molinos de viento académicos muy pomposos. Puede que Bill no estuviera de acuerdo con todos sus argumentos -una crítica de la libertad académica, por ejemplo- treinta años después, pero la academia liberal -es decir estatista- se ofendió tontamente con ese joven conservador «criticón». El libro provocó una conmoción nacional y, gracias a esta controversia, Bill pasó a ser conocido por el gran público estadounidense -y, en concreto, por la minoría conservadora asediada en los Estados Unidos del New Deal. Pronto demostró ser una persona con instinto e inteligencia para los debates y fue famoso el resto de su vida. Pero no fue famoso por ser famoso. Puede que Bill llegara a realizar más actividades en lo que Kipling dio en llamar «el minuto implacable» que cualquier otra persona.
Surcó todos los océanos del mundo y lo puso por escrito. Trabajó como diplomático de Estados Unidos en la ONU y lo puso por escrito. Tocó el clavicémbalo (en público, con una orquesta) y lo puso por escrito. Fue -fugazmente, después de la universidad- agente de la CIA y lo puso por escrito en una serie de thrillers sobre la Guerra Fría, con un agente de la CIA llamado Blackford Oakes de protagonista. Junto a su glamurosa mujer, Pat, se subió al tren de vida de la alta sociedad de los famosos de Nueva York, y también esto lo puso por escrito: en una serie de libros muy divertidos con títulos como Cruising Speed («Velocidad de crucero»). También escribió varias novelas convencionales, una obra de teatro, numerosos artículos para revistas y tres columnas de periódico a la semana durante 40 años.
No todas las empresas de Bill fueron un éxito. Lo del clavicémbalo y su obra de teatro, así como muy probablemente su espionaje en la CIA, lo emprendió basándose en el principio de G. K. Chesterton de que si hay algo que merece la pena hacerse, merece la pena hacerlo, aunque sea mal. Lo que escribió, no obstante, lo escribió con mucha profesionalidad: nunca se saltó un cierre periodístico. En la mayoría del resto de actividades se embarcó con la alegría del principiante inspirado, y con los éxitos propios del principiante inspirado: escasos. Cuando Bill se presentó como candidato del pequeño Partido Conservador a la alcaldía de Nueva York en 1965, le preguntaron cuál sería su primera orden oficial si saliera elegido, y contestó: «Pedir un recuento». No necesitó hacerlo, porque perdió, pero obtuvo muchos más votos de los que nadie había imaginado.
Y este éxito inesperado empezó a expandir el movimiento conservador moderno de Estados Unidos que llevó a Ronald Reagan a la Casa Blanca, revitalizó el espíritu estadounidense, creó el capitalismo de la información que ahora preside el mundo y ganó la Guerra Fría. El papel que desempeñó Bill en la expansión del conservadurismo estadounidense es precedido sólo por el que tuvo Ronald Reagan, y quizá ni siquiera eso, aunque a él le gustaba considerarse, en términos ideológicos, su lugarteniente. A la temprana edad de 30 años, Bill fundó la revista «National Review». Convenció a talentos brillantes como James Burnham o Milton Friedman para que escribieran en ella, e hizo uso de la revista para reconciliar las facciones en liza del conservadurismo -libertarios económicos, tradicionalistas morales y halcones de la política exterior- en torno a una nueva filosofía basada en el anticomunismo, el libre mercado y los valores tradicionales judeocristianos. Se suele decir que la «National Review» de Bill Buckley hizo respetable el conservadurismo purgándolo del antisemitismo y de otros virus políticos. Eso es verdad y es algo importante, pero quizá no tanto como el hecho de que Bill hizo él mismo que el conservadurismo fuera chic y sofisticado. Como presentador del programa de entrevistas de televisión «Firing Line» durante 30 años, se enzarzó en agitado debate con liberales eminentes, desde J. K. Galbraith a Woody Allen, y muchas veces los despachaba con mejores argumentos y chistes más graciosos. Los conservadores estaban acostumbrados a que se los tratara como sureños reaccionarios y provincianos -si no algo peor- en la cultura estatista de los años 50 y 60. Pero cuando este protegido de la sociedad neoyorkina, elegante y gracioso, apareció en las pantallas de televisión cosiendo a puñaladas de genialidad a estatistas de calado -Galbraith y otros eran íntimos amigos suyos-, e hizo que esta visión condescendiente resultara sencillamente tonta.
Bill no se volvió a presentar a las elecciones después de su derrota en Nueva York de 1965, pero todos los conservadores que han salido elegidos desde entonces, ya sean republicanos o demócratas, están en deuda con él, y el pasado miércoles, día de su muerte, un nutrido grupo de ellos se puso en pie en el Senado de Estados Unidos para homenajearle. Cuando Bill se retiró del puesto de director de la «National Review» en 1988, me pidió que le sucediera. Dirigí la revista los diez años siguientes. Bill se hizo muy amigo mío y hoy lloro su pérdida. La noticia de que había fallecido me llegó estando en Praga al frente de Radio Free Europe/Radio Liberty. Fue un lugar extrañamente reconfortante en el que enterarse de esto, ya que Praga es una de esas grandes ciudades europeas que Bill ayudó a liberar del comunismo. Sí, el mundo actual parece más complicado e inestable que en los agitados días de 1990, pero Bill siempre decía que la libertad no es fácil. Simplemente, él hacía que pareciera fácil.
John O´Sullivan
Director ejecutivo de Radio Free Europe/Radio Liberty
y editor-jefe general de la revista «National Review»
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