Incluso quienes más lo detestan, que no son pocos, admiten que el mejor Zapatero es el de las campañas electorales, donde despliega, con aire cándido de bienaventuranzas, sus cualidades de seductor hueco, de demiurgo de diseño. ZP es el reverso de Guy Mollet, un histórico socialista francés célebre por combinar una praxis moderada con un inflamado discurso revolucionario; nuestro hombre resulta, por el contrario, perfectamente capaz de abordar las políticas más radicales con carita de no haber roto un plato. Ese tono acaramelado de inocencia líquida es el que saca a relucir cuando se transforma en candidato; sosegado, sedoso, sonriente, con un énfasis de tranquilidad rayano en la sobreactuación, toda vez que si algo ha quedado patente en su cuatrienio de poder es la falta de temple con que reacciona ante las situaciones verdaderamente críticas.
Ayer, en un hotel de la Castellana, el presidente trató en el Foro Europa de rescatar del fondo de sí mismo al Hombre que Camina Sobre las Aguas, aunque fuesen las aguas turbulentas de la desaceleración económica. Ante un auditorio de empresarios preocupados, ejecutivos pijos y constructores en estado de alarma por la caída simultánea de la Bolsa y el ladrillo, ZP no podía enarbolar el discurso tranquilizador del músico del Titanic, así que tuvo que reconocer la mala cara de la coyuntura antes de prometer que el barco está blindado -lo cual, por cierto, también decía el capitán del Titanic- y lleva las bodegas cargadas de recursos para una travesía incierta. Navegó entre eufemismos y se ofreció como «la fuerza tranquila»; ni siquiera levantó la voz cuando lanzaba sobre el PP, con eficacia persuasiva, la acusación de catastrofismo irresponsable. Le hizo guiños al nuncio del Vaticano, con quien prometió tomar un caldito, y se llenó la boca de «respeto»; pudo pronunciar medio centenar de veces esa palabra, en contextos diferentes y ante escenarios variados. Estuvo mirífico, angelical, casi empalagoso.
Pero su crédito ha mermado. Este no es el prometedor candidato inédito de 2004, el Obama del tardofelipismo, sino un gobernante que ha cuajado cuatro años de despropósitos y vacilaciones. Se notaba en la inflexión de leve descreimiento de los asistentes: oían lo que acaso deseaban oír, pero les costaba más trabajo asentir, conformarse, confiar. En los aplausos hubo más cortesía que convicción. No sopló la más mínima brisa de entusiasmo, ni siquiera en el propio candidato, que en ocasiones parece incluso descreer del papel. Se diría que aunque el Gran Levitador sigue dominando la técnica de andar sobre las olas, ya no se siente seguro de no perder pie en el agua. Se fue deprisa, rodeado de pretorianos, sin dejar huella en las alfombras.
Afuera, el sol tibio de febrero iluminaba los grandes audis azules de la caravana presidencial. Al verla arrancar, una señora con abrigo de paño repitió sin saberlo las palabras de un personaje de García Márquez ante el Bolívar terminal de la gran caminata por el río Magdalena. Contempló el paso urgente de los cochazos de cristales tintados que no se detenían en los semáforos y, quizá sin saber quién iba dentro, meneó la cabeza con un gesto escéptico: «Menudos fantasmas».
Ignacio Camacho
www.abc.es
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