El próximo 25 de febrero Pedrito habría cumplido su primer año de vida. Sólo vivió seis semanas, pero Teresa y José Antonio lo tienen muy presente. Guardan el dibujo que le hicieron para su cunita. Su chupete especial. Su ropita, pero sobre todo el recuerdo imborrable de una experiencia maravillosa a la que sólo ponen un pero: «Fue demasiado corta». Les hubiera gustado que durara toda la vida, cuidar a su pequeño, darle cariño, amarle tiernamente pese a que sufría un dura enfermedad, el síndrome de Patau. Este mal se desarrolla cuando el bebé posee una copia extra del cromosoma 13, por lo que también recibe el nombre de trisomía 13.
Teresa y José Antonio tenían a Jordi, un niño completamente sano, rubillo de gesto travieso. Buscaban un hermanito, «pero sufrimos cuatro abortos espontáneos». Por eso cuando volvieron a quedarse «embarazados» acudieron a los mejores ginecólogos que pudieron. «Buscamos a los mejores científicos. En ese aspecto no hubo ninguna pega, pero falló la parte humana», rememoran con un temblor de voz.
«Esto» era mi hijo»
«Todo iba a bien -recuerdan- pero al segundo mes, los doctores empezaron a detectar «alguna anomalía»». Localizaron una translucencia nucal «en el límite de lo normal, pero era un indicio de síndrome de Down o trisomía 21 (el bebé tiene tres cromosomas 21)», explica José Antonio.
Había que confirmarlo. Fue el primer aviso. «Mi marido empezó a informarse, para saber qué es lo nos aguardaba, pero yo entré en estado de «shock». Empecé a fijarme en todas las madres con discapacitados. A mí, esa posibilidad me daba inicialmente terror, pero comencé a observarlas con otra mirada. Veía cómo cuidaban a sus hijos, como los padres iban tranquilos, incluso orgullosos. No se les notaba angustiados. Salían con ellos de paseo. Mi mentalidad fue cambiando».
Una segunda prueba indicó que podía ser algo más que el síndrome de Down.«Fue muy duro -apunta Teresa- estaban mirando la pantalla y los doctores exclamaron: «¡Esto viene muy mal! ¿No quieres perderlo? Se evitarían muchos problemas. Hacemos un vaciado y ya está...».
«¡Esto» era nuestro hijo! Te enfrentabas a eufemismo, tras otro. Creo que a las cosas hay que llamarlas por su nombre, sobre todo si se habla de realizar un aborto», anota José Antonio.
«Es terrible que la primera «oferta» que te hagan cuando ven algún problema sea acabar con tu hijo. Yo sentí como si me hubieran pellizcado en el corazón», señala una todavía indignada Teresa.
«Los médicos están muy presionados. Legalmente deben advertir de las malformaciones y de la posibilidad de abortar. Las leyes presionan a los médicos y éstos presionan al paciente. Lo aturden, lo asustan y ofrecen una única salida que es interrumpir el embarazo. Y la mayoría de los padres cae en la trampa por el susto y al final el que sale perdiendo es el bebé porque no puede defenderse».
La postura de esta pareja fue firme: «Sea lo que sea, seguimos adelante. Queremos tener al niño». Ante tanta determinación, los médicos, algo avergonzados, hicieron una tercera prueba, una amniocentesis. para detectar los defectos genéticos exactos.
Una aguja atraviesa la barriga materna «por la pantalla veía -se estremece Teresa- como avanzaba, como se quedaba a unos milímetros de la naricita de mi niño. Sin poder moverte porque lo podía matar. Lloré». Tomada la muestra. Quedaban tres semanas de espera. Tiempo que aprovecharon para prepararse, para estudiar, para informarse.
«En ese momento pensamos ¿qué había peor que el síndrome Down? Luego supimos que Down era el mejor de los panoramas. Así buscamos y nos mentalizamos para el peor de los escenarios. Tanto que cuando fuimos a conocer el diagnóstico fui yo -señala José Antonio- quin como le veía dudar tanto le dije: «Es síndrome de Patau, ¿verdad doctor?».
«Una realidad-continúa el esposo- que sobre el papel se presentaba muy fuerte. La mayoría de estos casos acaban en aborto y por eso falta información real. Hay mucha ignorancia y mucho miedo. Muchas de las cosas que vimos nos parece que están sobredimensionadas. Te anuncian: retraso mental profundo, ojo cíclope, probóscide...» «...Yo pensaba que iba a tener un hijo con cara de elefante», interrumpe Teresa.
Un paisaje desalentador que, sin embargo, no redujo ni un ápice la determinación de esta pareja ejemplar. «Sabíamos que nos iba a cambiar la vida, pero queríamos seguir adelante con todas las consecuencias. Tendríamos que dedicarnos a nuestro nuevo hijo en cuerpo y alma y por eso decidimos hacer el «último» viaje de nuestra vida. Nos fuimos con Jordi a París».
El embarazo prosiguió su curso. Los médicos no esperaban gran cosa de Pedrito, hasta el punto de que consideraron que había nacido muerto y no hicieron nada para reanimarle. Cuando se lo llevaron a los padres con el anuncio de que no había sobrevivido al parto «estaba todo morado.
Habían pasado ya cuatro minutos». Cuando lo tomaron en sus brazos, José Antonio y Teresa sintieron que estaba vivo. El pequeño era todo un luchador, con hambre de vida. Tosió, moqueó y empezó a respirar... Seis semanas después «de unos maravillosos cuidados del personal de neonatología del Gregorio Marañón», justo cuando iban a darle el alta, Pedrito murió, pero dejó una lección de humanidad: «Él nos unió, nos hizo generosos, nos dio fuerzas. Sacó lo mejor de nosotros. Todos los padres deben saber que un niño así es antes una bendición que un problema».
Se despiden con un mensaje de esperanza y recomendando un teléfono de atención 24 horas (900 500 505 ) para las mujeres que «pese a las recomendaciones de los médicos quieran tener a sus hijos».
Trisomía 21
Jaime ya tiene 16 años. Es un adolescente típico, curioso, alto, delgado, juega al fútbol, es un forofo del Real Madrid, le encanta la natación, no se pierde una corrida, se pirra por las aceitunas y está yendo a clase de pádel con su padre. A Sol, su madre, se le ilumina el rostro cuando habla del pequeño de sus cinco hijos: «Nos ha hecho a toda la familia cambiar nuestra escala de valores.
Nos ha hecho mejores, porque ha sacado lo mejor de cada uno de nosotros. Nos ha dado continuas lecciones de vida. Nos ha hecho más generosos. Es bueno, transparente, es feliz con lo que tiene, no necesita más. Aporta una felicidad inmensa. Tiene un sentido del humor increíble.
Su capacidad de amar no tiene límites. Su entusiasmo por la vida no conoce inhibiciones...».
Jaime es síndrome de Down «es un discapacitado intelectual -aclara Sol-, pero no emotivamente. Es un privilegiado en ese aspecto. Es el primero que capta si alguno de nosotros tiene un problema y se pone a su lado».
«Fue una sorpresa -reconoce-. No lo esperábamos y cuando nació me lleve un disgusto, aunque enseguida intentamos normalizar la vida. Regresar a los hábitos, que yo siempre recomiendo.
Nada más nacer le pedí consejo a un íntimo amigo que tiene un hijo con discapacidad y me dio uno que siempre he cumplido: «Donde tú vayas que vaya él». El primer paso es que estos chicos se sientan aceptados y luego todo va ya sobre ruedas».
«Unos meses después del nacimiento, -prosigue- otro amigo vino de visita a casa y me soltó: «Te va a asombrar, pero quiero darte la enhorabuena. En ese momento me pareció un poco fuerte, pero luego he tenido que darle la razón: tener a Jaime es lo mejor que me ha podido pasar. Ha sido la mayor alegría».
Domingo Pérez. Madrid - ABC
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