No puede existir mucha discusión sobre qué sea progreso material. Algo sin duda relacionado con el incremento del conocimiento científico y la tecnología. Algo que tiene que ver con el control de epidemias, la prevención de enfermedades y la mejora de la salud. También algo que relacione comida con dieta equilibrada y calorías y vitaminas, y algo que posibilite a la comunidad humana un máximo abastecimiento de los mercados y una extensa red de comunicaciones. «Progreso material» funciona semánticamente como «adelanto» o «mejora».
Es un hecho que cuanto más progreso material llega a probar el humano más lo apetece y estima, y menos desea vivir sin ello. La masiva afluencia de inmigrantes a nuestros países tiene mucho que ver con haber probado algo de esas nuestras mejoras y con desearlas mucho. El bienestar, pues, como progreso.
Sin embargo qué sea progresar políticamente requiere un mayor discernimiento. Hace días, Savater (que ha colocado en el estandarte de los suyos la palabra progreso, como lo hizo la bandera del Brasil) promovía volver a la categoría de progreso y progresismo como cedazo para aquilatar mejor qué sea de verdad eso de ser de izquierdas o de derechas. Según él, el signo de progresismo en política es favorecer un modelo de organización social susceptible de alcanzar mayores cotas de libertad para el mayor número de personas. En consecuencia, sería progresista todo aquello que combata los mecanismos de miseria, ignorancia y autoritarismo, porque esclavizan. O sea, se trata del mismo ideal de los revolucionarios franceses que auspició Napoleón con sus ejércitos implantando la libertad obligatoria de un cabo a otro de Europa. No se olvide que era el mismo ideal del teórico ilustrado, J. J. Rousseau, cuando escribía: «El Estado les obligará a ser libres».
Opongo una objeción de fondo a mi tantas veces admirado maestro y compañero de lucha. Porque su acotamiento de progreso no va hasta la raíz moral de su axioma pues lo vuelve aceptable a cualquier relativista moral. O sea, a cualquier persona que diga que eso vale aunque se cometan injusticias sociales que afecten a menos gente. O que vale para nosotros pero no vale para los cubanos, los musulmanes, los republicanos de nuestra pasada guerra civil o para los indios del Orinoco.
¿Qué supuso la libertad en Occidente para ser considerada paradigma de progreso? Que se llegó a pensar que sólo mediante ella cada cual podría construir su propio recinto personal donde definir sus intereses personales. La libertad se mostraba como el único medio para que cada cual realizase su propio proyecto de vida. Pero atención, era la vida personal de todos y de cada uno, realizada según el designio de cada cual, lo que se contemplaba como valor supremo: todos valemos lo mismo en dignidad y nadie puede ser medio o instrumento en manos de ningún otro.
Este supuesto moral, teorizado como nadie por Kant, ya lo habían definido cien años antes de que él escribiese los soldados enfrentados en Putney, al deponer sus armas en plena batalla de las guerras de religión (1642-1649), para proclamar que «el hombre más pobre de Inglaterra tiene una vida para vivir, lo mismo que el más grande» (fue el coronel Rainborough el encargado por los soldados de explicitarlo ante Cromwell en aquel primer debate democrático de la historia de Occidente, en 1647). Sentado, pues, que cualquier nacido tenía igual derecho a vivir su propia vida, los diferentes Agreements of the People que fueron acordándose instituyeron la libertad civil y la religiosa. La libertad, instrumento y medio, siendo el fin la determinación de cada cual para hacer su propia vida.
Para aquellos soldados en guerra pero en busca de una paz duradera y para gentes que, como los levellers, les ofrecían argumentos sólo una cosa era cierta: que los hombres nos hacemos daño unos a otros y unas personas humillamos a otras cuando no las dejamos que decidan qué forma de vida deben vivir. Desde entonces el mal absoluto aparece como crueldad y daño infligido por unos a otros. Locke aprendió bien la lección y escribió que «por causa de sus creencias y defensa de opiniones nadie debería dañar a otro en su vida, en su salud, libertad o posesiones» (Segundo tratado sobre el Gobierno civil).
La democracia, como forma menos mala de libertad, instituida jurídica y socialmente para vivir en el pluralismo político, se implantó como medio más apto para lograr el valor supremo: vivir la vida sin temor ni coacción, pudiendo cada cual tomar cuantas decisiones efectivas tienen que ver con la suya siempre que sean compatibles con la vida de cualquier otro. (Únicamente para lograr que seamos compatibles unos con otros se ha instaurado el recurso al gobierno de las mayorías, sin menoscabo del derecho de las minorías a no ser maltratadas y a ser escuchadas. La mayoría social ni es fuente de ninguna libertad ni alcanzará cotas de libertad en menoscabo de minorías).
Y la historia de las democracias muestra que en la sociedad van surgiendo ininterrumpidamente formas de humillación de las que antes no se era consciente pero que hay que atajar: formas de explotación económica, sexual, familiar, ideológica, etc. No es la libertad lo que se amplía, no, sino la conciencia de nuestra mutua crueldad, daño y humillación. Y la libertad exige entonces nuevas formas de conducta, nuevos condensados de derechos para obreros, para jubilados, para las mujeres, para los disminuidos físicos, para los homosexuales, etc. (que son ficciones útiles para acabar con cuantas formas de crueldad y daño somos conscientes).
La libertad no asentada sobre el hecho moral de instituciones democráticas que busquen evitar el daño y cualquier forma de crueldad o humillación a terceros conduce al totalitarismo. La «libertad para el mayor número de gente» o «mayores cotas de libertad para el mayor número de personas» es pura y simplemente un registro totalitario que no tiene nada que ver con la base moral del progreso político. Ni con la democracia siquiera. Constituye el mismo axioma que va de Napoleón a Stalin, y de Fidel Castro a KimilSung pasando por Mao, Bela Kun o Enver Hodxa.
Desde las experiencias de las dos Guerras Mundiales y la Shoah se ha vuelto axioma moral universal que la tarea de cualquier tipo de sociedad humana es combatir el daño, el sufrimiento y la humillación de las personas. Y poner al día esa tarea es lo que diferencia el mayor o menos grado de progresismo de los gobiernos. Derecha o izquierda nada tienen que ver en ello.
Un gobierno que ha pactado políticamente con los terroristas, los ha introducido arbitrariamente en las instituciones vascas y ha mentido al pueblo sobre todo ello es un gobierno inmoral porque humilla a la ciudadanía que ha luchado por la libertad y cumple su palabra. Un gobierno que agranda las diferencias entre ciudadanos, llamando nación a Cataluña o concediendo al nacionalismo vasco un contencioso político con España es un gobierno que cava la destrucción de la democracia. El socialismo actual se halla fracasando en cualquier aspecto del progreso: sea no condenando el exterminio nazi de los judíos en Galicia, sea logrando que sólo 3 de cada 10 ciudadanos aprueben el Estatuto de Cataluña (y dándolo por legítimo), o bien aprobando los presupuestos del Ibarretxe que ya ha avisado que en breve se saltará sus deberes constitucionales.
Mikel Azurmendi
Profesor y escritor
Nenhum comentário:
Postar um comentário