Más de una vez hemos recordado la cantidad de efemérides que se unen por décadas a este 2009 que ya va camino del fin. Nos han salvado de escribir sobre los lamentables o nauseabundos asuntos actuales, sobre mequetrefes omnipresentes, soberbios ignaros y mucha gente sólo tristemente mala. Cuando la actualidad pública y política apesta como hoy en día en España, nada mejor que un nicho que buscar en el que esconderse. Y qué mejor oportunidad que hacerlo dentro de la Tumba de Boris Davidovich. Hoy se cumplen los veinte años de la muerte del poeta Danilo Kis, judio, húngaro, montenegrino, belgradense, parisino y tantas cosas más. Hace veinte años, cuando se hundía el mundo que él tanto había despreciado y combatido -la miseria del socialismo real que sucedió al nazismo y nacionalismo en Centroeuropa y los Balcanes-, le podían las fuerzas de un cáncer, que quebraban así a los 54 años una obra literaria tan profunda como valiente, tan aguda y tan limpia.
Con toda la autenticidad de quienes vencen al miedo desde la experiencia del terror, es muy posible que Kis no hubiera podido resistir otros avatares que en aquel año triunfal de la democracia jamás habríamos creído posible. Muchas veces pienso que muchos de los que resistieron al horror del nazismo y el comunismo hoy habrían muerto de asco ante la santificación general de la mentira y la mediocridad. Con la que pocos sufren y el cuerpo social ha alcanzado la indolencia perfecta para la falta de contestación a ese generalato de los peores. Pocos de sus grandes contemporáneos -y de las generaciones anteriores que vivieron las primeras grandes oleadas del terror total- habrían entendido cómo ha sido posible que en unas sociedades que llegaron a extremos máximos de libertad y prosperidad, la brújula moral de gobernantes y gobernados haya saltado hecho añicos. Y eso que Kis, con su «Enciclopedia de la muerte» o su «Reloj de arena», pensaba -quizá como Mandelstam- mucho más en la muerte que los demás, los luchadores desesperados por la vida y el testimonio, como Soljenitsin, Brodsky, Bulgakov u otros miles, mas o menos conocidos o totalmente ignorados, y por supuesto que los enamorados de la vida como los premios Nobel Jaroslav Seifert o Czeslaw Milosz.
Cuenta Aleksander Wat en su gran libro ahora editado por Acantilado que en la cárcel de Lvov vió cómo se portaban mucho peor, con mayor brutalidad y falta de humanidad, los intelectuales degradados por la obediencia ciega, la miseria y el trato brutal que los niños de la calle que huérfanos o separados de sus padres presos por orden del régimen soviético que, por decenas o centenares de miles estaban internados en campos de «reeducación». Los hombres de la buena vida quebraban en sus mejores instintos mucho antes que los niños de la barbarie. Hoy vemos que se cumple lo que Wat vió vio llegar cuando hablaba de «la dimensión nueva, sutil y opresiva del estupro del habla humana». Como Klemperer bajo el otro totalitarismo. Es decir «la palabra al servicio de la política». ¿Les suena?
Hermann Tertsch
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