Me consta, porque fue en un lejanísimo tiempo alumno mío, que existe en el entorno conyugal del gobierno Zapatero alguien que leyó de joven a Claude Lévi-Strauss. Y que es demasiado inteligente -debería seguir siéndolo- como para no haber sentido un desasosegante escalofrío el lunes, al escuchar a un presidente de cuya supervivencia depende la joya mediática de sus propios negocios la inconsciente boutade según la cual la bronca monumental contra él del respetable «forma parte del rito». Por si se le ha olvidado, le recuerdo un pasaje exacto del maestro francés. Entre los muchos.
En la página 183 de la primera edición, datada en 1958, de su Anthropologie Structurale, evoca Claude Lévi-Strauss los trabajos de W. B. Cannon en torno a la eficacia del conjuro. El rito mata, con eficacia tan inexorable cuanto el cuchillo o la flecha. Nada hay de extraño en ello. Sí, una regulación más inflexible en sus reglas que cualquier otra; una ley material a la cual nadie escapa, porque todo lo que cada uno de los sujetos que ese rito anuda lo pone el nudo que rito y mito ligan. Quienes tuvimos alguna vez la fortuna de asistir a las clases del viejo maestro que, pasados los cien años, sigue hoy narrando la clave de las combinatorias humanas mejor que nadie, sabemos del placer casi de mago de la tribu con el cual él contaba, tales cuales, las historias recogidas de labios de intemporales brujos bororos o nambikwuaras. Lévi-Strauss es uno de los más grandes prosistas franceses de la segunda mitad del siglo veinte, pero no hay texto escrito que pueda dar la vida que había en la voz que, sobre la tarima del anfiteatro, desgranaba historias maravillosas, ante el silencio sacral de quienes nos sabíamos más en un templo que en un aula. Debo, sin embargo, atenerme aquí al texto escrito. Que es lo que queda. Lo que resuena en mi memoria, es cosa mía. Capítulo IX, pues, de la Antropología estructural: «Un individuo consciente de ser objeto de un maleficio está íntimamente persuadido, en función de las más solemnes tradiciones de su grupo, de que está condenado; parientes y amigos comparten esa certidumbre. A partir de ese instante, la comunidad se retrae: uno se aleja del maldito y le trata, no sólo como a alguien ya muerto, sino como a una fuente de peligro para sus cercanos; en cada ocasión que se presenta y a través de todas sus conductas, el cuerpo social sugiere la muerte a la desdichada víctima, la cual ya ni pretende siquiera escapar a aquello que considera su ineluctable destino. Muy pronto se celebrarán por ella los ritos sagrados que la conducirán al reino de la muerte». No hay misterio en ese retorno a la nada. Sí, la pesada lógica de la «acción combinada del intenso terror que siente, de la extinción total de los múltiples sistemas de referencia que proporciona la convivencia del grupo, y, finalmente, la inversión decisiva que, de vivo, sujeto de derechos y obligaciones, lo trueca en muerto, objeto de miedos, ritos e interdictos. La integridad física no resiste a la disolución de la personalidad social». Aunque el zombi (no hay más que recordar a Felipe González) pueda bambolearse en pie durante largos años. Da igual: no alienta en él un átomo de vida. Desde Bram Stoker, la literatura occidental llama a eso un «no-muerto». Y lo sabe peligroso.
Puede que hasta el más necio tenga su instante de lucidez. Puede que hasta el más necio perciba el cierre, en torno suyo, del anillo estrangulador del rito. Pero aquel que desprecia su eficacia, es no sólo un ignorante. Es un cadáver. Que se pudre. Y que, como todo cuanto se pudre, ignora estar pudriéndose.
Gabriel Albiac, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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