He comprado hace unos días, tras dar con ello en una mesa próxima a la entrada de la Casa del Libro de la Gran Vía de Madrid dedicada a la ciencia ficción, dos libros de Asimov: Preludio a la Fundación y Fundación, a los que deberán seguir Fundación e Imperio, Segunda Fundación, Los límites de la Fundación, Fundación y Tierra y, finalmente, Más allá de la Fundación, todos ellos publicados o en curso de publicación por La Factoría de Ideas. |
Las ediciones distan mucho de ser perfectas: las dos primeras que adquirí tienen distintos traductores que no se han leído mutuamente, y correctores en las mismas condiciones, de modo que los nombres aparecen de un modo en un volumen y de otro en el siguiente. Ninguno de los dos correctores ha sido excesivamente atento. Tal vez no fueran conscientes de que estaban trabajando con la obra de un clásico. Pero, más allá de eso, ambos volúmenes se dejan leer perfectamente.
La obra de Asimov es extensísima: casi treinta volúmenes entre novelas y libros de cuentos, además de tres obras autobiográficas y una ingente labor como divulgador científico. Hace unos cuarenta y cinco años empecé a comprender la inmensidad de Aristóteles en la Historia de la biología de Asimov. Y en mi trabajo utilizo constantemente su Diccionario de la Biblia, en dos grandes tomos publicados en 1983 por la extinta editorial Laia de Barcelona.
En las estanterías, con otro sello, encontré Robot completo, una recopilación de los relatos sobre robots de Asimov, que tiene una responsabilidad en la creación y difusión del término, incorporado al género por el checo Karel Capek (se pronuncia "Chapek", pero mi ordenador carece del circunflejo invertido que debería llevar encima la c) en la divertidísima e inteligente novela La guerra de las salamandras, que yo leí hace cuarenta años en una edición de Doncel, Libro Joven. En checo, robot significa simplemente "servidor", "siervo". En polaco quiere decir "trabajador". El periódico del Partido Socialista Polaco se llamaba (o se llama) Robotnik.
Para Asimov, que lo incorporó al uso en inglés, el robot era un servidor mecánico o biónico que debía cumplir las Tres Leyes de la Robótica, establecidas por el propio autor:
1) Un robot no puede herir a ningún ser humano ni, a través de la inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno;2) Un robot debe obedecer las órdenes dadas por un ser humano, salvo cuando entren en conflicto con la Primera Ley;3) Un robot debe proteger su propia existencia, salvo cuando ella entre en conflicto con la Primera Ley.
Pero a un robot se le ocurrió que debía haber una ley más general, que abarcara las otras tres, llamada Ley Cero:
Un robot no puede hacer daño a la humanidad o, por medio de la inacción, permitir que la humanidad sufra algún daño.
Como explica R. Daneel Olivaw (la R es de Robot), la Primera Ley debería modificarse así:
Un robot no puede herir a ningún ser humano ni, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno, salvo cuando eso entre en conflicto con la Ley Cero.
Un servidor fiel, por lo tanto, de la humanidad.
¿Y a qué dedica R. Daneel sus veinte mil años de existencia? A buscar algún humano capaz de salvar a la humanidad de sí misma. ¿Cómo? Mediante la creación de la Fundación, en un rincón perdido de la periferia de la galaxia: una Fundación dedicada a la preservación del saber humano.
Tengamos en cuenta que la acción se inicia en el año 11120 de la Era Galáctica, cuando el Imperio que todo lo domina entra en decadencia y nadie más que él recuerda que hubo un planeta originario llamado Tierra.
La preservación del saber es la obsesión del otro gran maestro del género, Ray Bradbury, que no concibió para ello una empresa gigantesca, sino que confió los restos de los libros que se queman a lo largo de Fahrenheit 451 a la memoria de unos pocos elegidos, exiliados en los bosques, cada uno de los cuales recuerda un fragmento de la Biblia o de cualquier otro texto producido en los 30.000 años de la historia propiamente dicha del hombre sobre el planeta.
Todo el proceso, pues, consiste en salvar al hombre de sí mismo, de sus instintos retrógrados; y no debe de ser casual que el género, ingenuamente iniciado por Verne y otros en el siglo XIX, se desarrolle por entero en el XX, cuando la tendencia humana, y sobre todo occidental, a la autodestrucción alcanza un nivel paroxístico, en el que continuamos embarcados por medios tan retorcidos como la alianza de civilizaciones y la neurosis de culpa europea, y americana del norte, por una colonización que, en realidad, sólo se llevó a cabo muy parcialmente. Porque si en la muy atrasada América la colonización implicó evangelización, en la más atrasada África significó islamización, anticristianismo y, finalmente, con las nuevas naciones independientes, rechazo de todo el legado cultural de la Europa que estuvo presente allí durante dos siglos: Argelia acabó con la escuela pública francesa, que es lo que en realidad estructuró la nación argelina, ya que no habría sido posible el movimiento del FLN sin la mediación del francés en un territorio donde se hablaban 29 dialectos del árabe mutuamente ininteligibles.
Nos faltan unos 14.000 años para llegar al 11120 de la Era Galáctica, pero ya hemos entrado en la espiral descendente. La fecha del horror ha sido variable: 1984 para Orwell, 2016 para Dick y Scott, en Blade Runner; una fecha imprecisa pero próxima para Bradbury; una posguerra no datada tras la rebelión de las máquinas que superaron las leyes de la robótica en los distintos Terminator; y, lo peor de todo, una actualidad en la que ya vivimos al margen de toda realidad en Matrix, una puesta al día del imaginario orwelliano, que no contaba con nuestros niveles de sofisticación tecnológica al servicio del mal.
Hari Seldon y R. Daneel Olivaw, los protagonistas de la extensa saga de Fundación, se ocupan del futuro, ponen sus conocimientos del pasado al servicio de la previsión del porvenir. Matrix es el absoluto presente, y la cuestión que sobrevuela toda la obra es si hay alguien capaz de mantener la conciencia en un mundo en el que la inmensa mayoría la ha perdido o, lo que es peor, la ha entregado: ¿hay alguien capaz de hacer el esfuerzo de evitar ser vampiro cuando todos los demás lo son? Ése es el asunto de Soy leyenda, escrita por Richard Matheson en 1954.
Seldon y Olivaw, el Rick Deckard de Blade Runner, el ciudadano Winston Smith de Orwell (1984 se iba a llamar en origen El último hombre de Europa), Sarah Connor y su hijo en Terminator, Neo en Matrix, el Robert Neville de Soy Leyenda son los últimos supervivientes de una humanidad perdida por su propia estupidez, a la que hay que salvar a pesar de ella misma.
El primer volumen de Fundación es de 1951. Fahrenheit 451, de 1953. Seis y ocho años, respectivamente, después de Hiroshima, un tiempo en que el fantasma de la aniquilación estaba presente a diario. No se arrojó una sola bomba más que no fuese con fines experimentales y en lugares aislados de Nuevo México y Siberia, hasta que se comprendió el alto precio de esas pruebas. Pero ahora el artilugio está en manos de Kim Jong Il y de Ahmadineyad, representación de las porciones más bárbaras de la humanidad presente –porque ellos también son humanidad–. Tenemos muchas más posibilidades de llegar a la aniquilación ahora que hace cincuenta años. No está Churchill –su lugar lo ocupa Brown, despreciado hasta en su propio partido–; no está Stalin –que era un bestia pero entendía la paz armada y tenía un proyecto nacional, monstruoso, pero un proyecto, y su lugar lo ocupa Don Vito Putin–; no está Roosevelt, y ni siquiera Truman, y no vale la pena recordar quién ocupa su lugar: otro creyente en la alianza de civilizaciones, un monstruo de los doctores Frankenstein de la corrección política y la multiculturalidad, que mandó a Clinton a Corea del Norte y habló por demás en El Cairo.
Es un buen momento para leer o releer a Asimov. Y a Bradbury, claro, mucho mejor en términos literarios, pero mucho menos previsor en términos históricos.
Horacio Vázquez-Rial
vazquezrial@gmail.com
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