La pérdida de Don Antonio Domínguez Ortiz ha sido, y sigue siendo, irreparable. Gracias en parte a su longevidad, pero mucho más por su extraordinaria productivad y su capacidad de adaptación hasta el final de sus días, su desaparición ha dejado un hueco en la Historiografía que resulta imposible de llenar. Para los historiadores de fuera de España, Don Antonio fue la cara de todo lo mejor en la Historiografía Española de gran parte del siglo XX. Para los historiadores españoles, y para los de fuera que vinimos, y vinieron, a este país para estudiar su Historia, fue el símbolo de la seriedad y de la integridad profesional que deben regir la investigación histórica. Sumamente trabajador, fue un ejemplo para los jóvenes investigadores, a quienes siempre apoyaba y alentaba, dándoles con exquisita generosidad los beneficios de su profundo conocimiento en los archivos y de su larga experiencia como historiador. Si no sabía todo, por lo menos sabía muchísimo, y cuando no tenía una respuesta a las preguntas lo confesaba con la modestia que le era habitual. Tenía, como todos los buenos historiadores, una curiosidad insaciable, no sólo para los datos históricos, sino también para los acontecimientos diarios del mundo actual. En una carta redactada en 2001, dos años antes de su muerte, Don Antonio me escribió lo siguiente: «Mi curiosidad por todo lo que ocurre en este pícaro mundo sigue viva».
Don Antonio siempre se interesaba por las nuevas publicaciones, aunque a veces se sintiera abrumado por la enorme cantidad de libros y artículos publicados durante los últimos años de su vida. Y fue un diligente participante en congresos y simposios, en los cuales siempre se esforzó para proporcionar a su auditorio algún nuevo dato extraído del montón de notas acumuladas durante el curso de su larga vida. Si para generaciones de historiadores representaba la continuidad de las mejores tradiciones de la Historiografía española, fue modélico en asimilar las nuevas corrientes historiográficas internacionales, como por ejemplo la Historia Social. Esta capacidad para mezclar con suma discreción y equilibrio lo antiguo y lo moderno fue tal vez el legado más importante de Don Antonio, y estaremos para siempre en deuda con él.
En «El mundo de un historiador» don Manuel Moreno Alonso nos ofrece un admirable retrato no sólo del historiador sino también del hombre. Siempre es valioso saber algo de la vida personal de distinguidos historiadores para entender mejor su formación profesional, sus métodos de trabajo, y los criterios con los cuales hacen sus juicios históricos. Sería interesante saber cuánto peso hay que dar en su vida profesional al hecho de haber sido el hijo de un tallista, y de haber trabajado durante cuatro años en el taller de su padre.
Tal vez se vislumbra en su obra de historiador algo de la paciencia, la meticulosidad, y la cuidada estructuración de la tradición artesanal. Recuerdo con gratitud las innumerables conversaciones que mantuvimos durante las cenas, muy malas por cierto, en la Residencia de los investigadores en Simancas, donde nos topamos por primera vez en 1954 o 1955. Yo, como joven inglés todavía con poco conocimiento del país y de su Historia, aprendí mucho en esas conversaciones, salpicadas con consejos lacónicos sobre la investigación histórica y el mundo archivístico. Y en cuanto al Reinado de Felipe IV, siempre estábamos intercambiando información e ideas estimuladas por nuestros descubrimientos diarios. Siempre miraba a los líderes políticos, especialmente a los carismáticos o a los que tenían pretensiones carismáticas, con escepticismo y una cierta ironía. En cuanto a «la crisis», fue sumamente consciente de que la Historia de España ha estado llena de crisis, y sin duda hubiera intentado juzgar la actual desde una perspectiva histórica, con esa sobriedad que era tan suya.
Sir John Elliot, historiador e hispanista
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