La Iglesia tiene una historia muy larga y ha atravesado por situaciones críticas y de gran confusión a lo largo de los siglos. A mediados del XX, con el papado de Juan XXIII inició una singladura centrada en la defensa de valores fundamentales como la vida, la libertad, la igualdad, el matrimonio y la familia, el bienestar social, el desarrollo de los pueblos, la justicia universal y, por encima de ellos, la supremacía de Dios, Señor del mundo, sobre todas las cosas. Para los católicos, Dios se encarnó humanamente en Jesucristo, un judío de la estirpe de David, que ordenó el puzzle bíblico, en lo que conocemos como Evangelios.
La defensa de la vida, en cualquier momento desde la concepción hasta la muerte, como valor supremo del hombre no es una cosa de ahora, una especie de pulso que plantea la Conferencia Episcopal Española contra una ley del gobierno socialista, sino de siempre, escenificada en ese momento en el que Dios agarró la mano de Abraham impidiéndole sacrificar a su hijo Isaac.
Defender la vida no es sólo luchar contra unas leyes que se autoproclaman de progresistas y que no son otra cosa que bárbaras escenificaciones de la brutalidad humana, sino luchar por la continuidad de la humanidad, algo en lo que estamos empeñados todas las confesiones cristianas, y también las judías y las musulmanas.
El aborto, el impedir que la vida prosiga su curso desde el momento de la concepción, podrá despenalizarse, de hecho ya lo estaba en España en determinados supuestos, pero sólo desde el desafuero jurídico y la mutación constitucional, podrá convertirse en un derecho.
La Iglesia ha defendido siempre lo más elemental y sagrado que tiene el ser humano: la vida. Ayer, cientos de miles de personas, de múltiples creencias, proclamaron públicamente su compromiso, también, con la cultura de la vida.
Jorge Trías Sagnier
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