Sabino Fernández Campos no se lleva a la tumba, como ha dicho alguna frase canalla, los secretos del 23-F; se lleva algo mucho más importante, algo que por ser tan poco común cuasi tiene que soportar críticas, y eso tan escaso no es sino la lealtad. Cuando la muerte cierra para siempre la boca de una persona, es de manifiesta ruindad decir públicamente lo que en vida del difunto no se le dijo a la cara, y más cuando se trata de convertir en poco menos que un silencio cómplice lo que no fue sino exquisita prudencia de fiel servidor a una idea, una persona, un país, España.
Acostumbrados como estamos a que no haya secreto -ni de despacho ni de alcoba- que no tenga su precio en los mostradores del chisme, un ejemplo de lealtad nos asombra, nos despista, nos hace pensar que esa persona- Fernández Campos, en este caso, debió contar cuanto sabía. Los cementerios del mundo están llenos de tumbas donde duermen para siempre, sin posibilidad de aparecer, secretos de Estado, de pareja, de amistad, de amantes, de empresa, porque alguien decidió que era mejor dárselo como comida a la tierra que como carnaza a la opinión pública. Lo que don Sabino supiera del 23-F que no se haya contado, se queda para él, para las memorias de su muerte, esa obra que no podrá leer nadie. Pero más que lo que pudiera habernos ocultado el general, lo que debe interesarnos es cuánto de pena -cuando no de sangre y muerte- pudo ahorrarnos su exquisita prudencia, su elevadísimo sentido de la lealtad. Si hubo algo que pudiera rozarle a su señor, ¿acaso no era deber de su jefe preservar al Rey? A lo largo de la historia, ¿no ha salvado vidas la lealtad? ¿No ha evitado guerras la prudencia?
Es posible que el general se lleve secretos a su tumba, pero también se lleva intacta su lengua, porque su lengua, aunque hubiera podido, no escandalizó jamás. Y eso en España es, no un elefante blanco, sino un mirlo blanco.
Antonio García Barbeito
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