En 2006 pudimos disfrutar de dos películas inspiradas en los ilusionistas del siglo XIX, un mundo poco explorado por el cine. La base de ese arte eran los ingenios mecánicos; aunque, claro, sus posibilidades estaban algo exageradas en la gran pantalla, para que las audiencias del siglo XXI quedaran tan asombradas como las de aquellos prestidigitadores. |
En realidad, los trucos no eran tan complicados como esa máquina que hacía crecer un pequeño árbol y que tan escamado dejaba a Paul Giamatti en El Ilusionista. Uno de los más famosos ingenios se llamaba El Turco. Construido por Wolfgang von Kempelen en 1769, era un autómata que jugaba al ajedrez, y encima ganaba. Con lo que le costó a IBM derrotar a Kasparov, y resulta que ya se había hecho algo parecido más de dos siglos antes... Bueno, no.
El Turco era una figura con turbante y ropas de otomano (de ahí el nombre, claro); tenía el aspecto de un mago oriental. Ante sí tenía un escritorio con varias puertas y un cajón. Cuando el ilusionista comenzaba su número, abría las puertas y dejaba que la gente mirara en su interior. Todas ellas escondían complicados mecanismos de relojería, y algunas permitían ver a través del autómata. Evidentemente, no todos los recovecos del ingenio quedaban expuestos al escrutinio del personal. Bien oculto estaba, por ejemplo, el individuo de carne y hueso que jugaba al ajedrez, que podía ver la situación del tablero porque las piezas contaban con un imán que le facilitaba la tarea.
El Turco pereció en 1854 en un incendio. Tuvo descendientes como El Egipcio (1868) y Mephisto (1876), pero ninguno de ellos era otra cosa que un truco de ilusionismo. Bien distinto fue El Ajedrecista, construido en 1912 por el genio español Leonardo Torres y Quevedo, que podía jugar con una torre y un rey contra el rey de su oponente humano y fue el primer jugador de ajedrez realmente automático, el verdadero predecesor de Deep Blue.
Charles Babbage, el padre de las computadoras mecánicas
Durante sus 85 años de vida, El Turco jugó contra y ganó a numerosos humanos, los más famosos de los cuales fueron sin duda Napoleón y Benjamin Franklin. Ahora bien, sus partidas más memorables fueron las dos que le enfrentaron al matemático inglés Charles Babbage en 1821. No porque fueran de tal nivel que se hayan ganado un puesto de honor en los anales del ajedrez, sino porque dejaron al genio pensativo. Babbage tenía claro que El Turco estaba manejado de alguna manera por un jugador humano, pero no supo averiguar cómo.
Como dicen en El truco final, el espectador no debe creer que está contemplando un acto verdaderamente mágico, porque podría quedarse perturbado; lo mejor es que asuma que se trata de un truco... pero no sepa cuál, o cómo se hace. Babbage sabía que El Turco no era un jugador automático, pero empezó a pensar en si podría construirse uno...
Mr. Babbage fue, como muchos científicos de su época, un hombre que destacó en campos bien diferentes. Aparte de su trabajo como pionero de la informática, que le califica como uno de los más firmes candidatos a ser considerado el padre de esta ingeniería, logró desarrollar una técnica para descifrar el llamado cifrado de autoclave, aunque su descubrimiento fue ocultado durante años por el ejército inglés, usuario exclusivo del mismo durante ese tiempo. Incluso describió un principio económico que apuntaba que se podían reducir costes de manufactura si se contrataba a obreros poco cualificados y mal pagados para que descargaran de tarea a los más cualificados y mejor remunerados, que así podrían dedicarse por completo a lo que mejor se les daba. A Marx la idea no le hizo mucha gracia.
Al año siguiente de su encuentro con El Turco Babbage envió una carta a Humphry Davy –eminencia de la época cuya fama acabó siendo totalmente eclipsada por la de su discípulo Michael Faraday–, en la que describía los principios de una máquina calculadora mecánica. En aquel tiempo un computador no era una máquina, sino un señor cuyo trabajo consistía en hacer cálculos, generalmente con una tasa de error un pelín alta. Empleaban para ello tablas impresas con cálculos ya hechos –y llenos de errores–; una de las colecciones más completas era, precisamente, la de Babbage. Las exigencias cada vez más altas de la ciencia y, sobre todo, la ingeniería clamaban por un sistema mejor. Y Babbage pensó que una máquina calculadora permitiría reducir los problemas derivados de nuestra incapacidad para la exactitud.
Ese mismo año (1822) presentó en la Royal Astronomical Society su primer diseño de una máquina diferencial, así llamada porque utilizaba el método de las diferencias de Newton para resolver polinomios. Durante los siguientes once años, y gracias a una subvención del Gobierno británico, estuvo trabajando en su construcción; pero nunca llegó a concluirla. Por diversos motivos. El principal era la extremada complejidad de la máquina: completada hubiera pesado unas quince toneladas y constado de 25.000 componentes. Las fábricas de la época no eran capaces de producir piezas exactamente iguales, que era lo que necesitaba Babbage. Además, éste no paraba de hacer rediseños. Finalmente, tras terminar una parte del aparato y discutir con el ingeniero que le ayudaba, Joseph Clement, porque le ofrecía una miseria por trasladar el taller al lado de su casa, se dio por vencido.
La máquina analítica
Por supuesto, Babbage no fue Edison. Diseñó mucho, pero no construyó nada. Ni siquiera el quitapiedras que pergeñó para colocar delante de las locomotoras y evitar descarrilamientos, ese enorme triángulo que tenían las máquinas de vapor. Sin embargo, tuvo grandes ideas, y las mejores las aplicó a su máquina analítica, el primer ordenador no construido...
Es difícil definir qué es un computador, pero en general todos estaremos de acuerdo en que es un sistema automático que recibe datos y los procesa de acuerdo con un programa. El primer ordenador, por tanto, tenía, para poder recibir esa distinción, la obligación de recibir esos datos y ser programable; es decir, no debía tener una única función, como la máquina diferencial, sino que habría de ser capaz de hacer tantas cosas como programas se le suministraran.
En eso consistía, precisamente, la máquina analítica, cuyos primeros diseños datan de 1837 y que Babbage estuvo refinando hasta su muerte, en 1871. Los datos se le suministraban mediante tarjetas perforadas, y tenía una memoria capaz de almacenar 1.000 números de 50 dígitos cada uno. Para mostrar los resultados no sólo perforaba tarjetas, sino que Babbage llegó a diseñar una impresora. El lenguaje de programación empleado incluía bucles (la posibilidad de repetir una operación un determinado número de veces) y saltos condicionales (que permiten al programa seguir uno u otro camino, en función del resultado de un cálculo anterior). Según descubriría Turing muchos años más tarde, con esos bloques se puede reproducir cualquier programa que pueda concebirse.
Babbage no hizo muchos esfuerzos por hacer realidad esta máquina, después de su fracaso con la anterior. Le hubiera resultado aún más difícil, y habría necesitado de una máquina de vapor para hacerla funcionar. Ahora bien, no dejó de rediseñarla e intentar hacer un modelo de prueba. Eso sí, lo que aprendió le permitió rediseñar la máquina diferencial entre 1847 y 1849, hasta reducir a un tercio el número de piezas necesarias para su construcción.
En 1991, bicentenario del nacimiento de Babbage, el Museo de las Ciencias de Londres terminó una máquina diferencial que seguía sus últimos diseños. Trataron de limitarse a las posibilidades de fabricación del siglo XIX. Y el caso es que el ingenio funcionó a la perfección...
Daniel Rodríguez Herrera
http://historia.libertaddigital.com
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