La asistencia a la manifestación por la vida celebrada ayer en Madrid desbordó las expectativas más favorables de los organizadores. Más de un millón de ciudadanos se reunieron pacíficamente para realizar una de las más multitudinarias protestas conocidas en la democracia. Todo el acto discurrió de manera ordenada, gracias a labor ejemplar de cientos de voluntarios que, desde hace meses, han estado preparando laboriosamente una jornada histórica de defensa de la vida. En esta ocasión se han conjugado el éxito de la asistencia con el acierto de la convocatoria, razón suficiente, al menos, para que el Gobierno se apee de su soberbia y acepte que la reforma legal con la que pretende legalizar el aborto libre no tiene el respaldo social que le gustaría. No es un asunto sobre el que el debate esté zanjado, como suelen repetir algunas ministras del ramo, sino todo lo contrario: el debate está más abierto que nunca. Y lo está por el flanco con el que menos contaba el Gobierno, convencido de que las objeciones legales y políticas a la despenalización absoluta del aborto serían vencibles por la política de hechos consumados y, también, por la confianza en que la derecha no se atreverá a derogar la ley cuando recupere el poder, siempre que el Tribunal Constitucional la convalide.
Con la manifestación de ayer, el Gobierno se ha topado con la objeción social al aborto, expresada con una dimensión histórica que será difícilmente evitable incluso para un Ejecutivo tan obcecado como el de Rodríguez Zapatero. Una movilización de cientos de miles de ciudadanos -la Comunidad de Madrid la cifró en un millón doscientos mil- como la que ayer recorrió Madrid, no puede responder sólo a impulsos políticos, ni se explica por una supuesta conspiración clerical. Los asistentes no eran una banda de reaccionarios, ni iban de la mano de los obispos. Estas tachas puestas por los críticos de la convocatoria no tienen fundamento y quedaron desmentidas por la realidad de los hechos. La explicación es bien sencilla: el aborto divide a la sociedad y esta concreta ley que quiere aprobar el Gobierno, más aún, hasta el punto de no contar en las encuestas con el apoyo de la mayoría de los ciudadanos.
No cabe albergar muchas esperanzas de que el Gobierno recapacite y retire el proyecto de ley que está tramitándose en el Congreso de los Diputados. Es una posibilidad remota, pero sería la más coherente con el estado actual de división en la opinión pública sobre la implantación del aborto libre, con las serias oposiciones jurídicas planteadas por la mayoría de los expertos y con la gravedad misma de sus consecuencias sobre la vida de miles de seres no nacidos. Un Gobierno no puede comportarse con tal grado de indiferencia hacia los daños sociales de una iniciativa que no responde ni a necesidades jurídicas ni a un examen objetivo de la realidad. Con 120.000 abortos en 2008 y ni una condena por aborto ilegal, nadie puede afirmar que en España haya inseguridad jurídica para la mujer, menos aún para los médicos que los practican. La única ley admisible en una sociedad moderna es aquella que lucha por reducir los abortos, por dar alternativas positivas, no homicidas, a la mujer embarazada y que haga de la defensa de la vida el pilar de su ordenamiento jurídico.
En Madrid hubo demasiada gente para que el Gobierno la despache con sus tópicos despectivos habituales. Zapatero perdió ayer la batalla social por el aborto.
Editorial ABC
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