Los que sean de cultura afrancesada me entenderán enseguida. Para la generación de los que tenemos más de cincuenta años, el nombre de Maurice Druon está indefectiblemente ligado al Canto de los Partisanos. De entrada existió, pues, un lazo emocional –musical– con Druon; después vendría el placer de la lectura. |
Maurice Druon (1918-2009) ingresó en las Forces Françaises Libres (FFL), bajo el mando del general De Gaulle, en 1943. En Londres, y junto con su tío el escritor Joseph Kessel, puso letra a la señal del programa radiofónico Honor y Patria, emitido por la BBC para las tropas francesas. Druon y Kessel convirtieron la sintonía clandestina en el himno de las FFL y de la Resistencia. "Sólo se ganan las guerras con canciones. La Marsellesa era un canto de guerra del ejército del Rhin, después se transformó en un himno nacional", dicen que dijo el joven Druon. El Canto de los Partisanos fue la pequeña Marsellesa del siglo XX, el himno del Ejército de la sombras, si se me permite utilizar el título de la novela que Joseph Kessel escribió en ese mismo año de 1943.
¿Por qué empezar con este hecho tan solemne para hablar de Maurice Druon y de su novela Las grandes familias? La respuesta es fácil: sencillamente, porque el joven Druon había entrado sin quererlo en el imaginario nacional francés escribiendo las letras de una simple canción. Y ninguno de sus libros, ni siquiera el mejor, podría superar lo que le fue concedido por una extraña conjunción de talento y de apuesta moral y política. Sólo en los años de postguerra Druon se dio a conocer como escritor: ganó el Premio Goncourt en 1948; y lo ganó con un libro que no respondía al espíritu literario del momento. Era una novela demodé, anacrónica en cierto sentido, cercana a la prosa naturalista del XIX. Sin embargo, esto no es del todo cierto. No tiene la dispersión de Balzac ni afición a las minuciosidades naturalistas. Druon es conciso y rápido para perfilar a los miembros de las familias Schoudler y La Monnerie. Las grandes familias está más cerca de la sensibilidad transparente de Roger Martin du Gard o de la inteligencia picarona de Colette. Es un pequeño compendio del odio sabiamente dosificado.
Druon juega con sus personajes, que de alguna forma prefiguran lo que él llegará a ser en su larga vida: resistente, académico, político, ministro y diputado europeo. En este sentido, su libro es preclaro. Druon utiliza la socarronería y el sarcasmo hiriente para noquear al lector. La maldad como obra de arte podría ser el tema en torno al cual se descarnan seres pusilánimes, inseguros pero que tienen una voluntad, una meta, una ambición: mantenerse en el poder, y por ello aceptan navegar en una maraña de indecencias y humillaciones antes que rendirse. Nada nuevo, como vemos, aunque esto transcurra en la Francia de entreguerras.
Las grandes familias es la primera novela de una trilogía. En breve aparecerán las dos restantes. Es un título que deleitará a los lectores ávidos de buena literatura. Noël Schoudler, el gigante, es banquero, patrón de unas azucareras y director de un periódico. En torno a él pululan seres que intentan colmar su desorbitada ambición. El médico Lartois, el joven arribista Simon Lachaume, el ministro Anatole Rousseau,el desocupado y perdedor Lucien Maublanc. Todos ellos son los títeres del gran teatro de los intereses que se gestan dentro de las instituciones de poder de la república francesa. Y todos ellos guardan en sus adentros los deseos absurdos, el amargor de un amor que se torna mustio, la urgencia sexual descompensada que les reduce a su triste condición de seres frágiles.
Pasada cierta edad, las personas de renombre están obligadas a responder a la opinión que la gente se ha formado de ella, el panfletario con un panfleto y el hombre cortés con la cortesía. Todo, hasta la fantasía, se convierte en servidumbre para el fantaseador cuando envejece (página 222).
Maurice Druon fue todo un personaje. Su larga vida le dio pie a convertirse en un tipo polémico, provocador, heterodoxo y fundamentalmente conservador. Con sus medallas y condecoraciones, su traje de académico ramplón, odiado por la otra Francia culta y topográficamente situada en el Barrio Latino, era tenaz y ambicioso. Hijo de un padre suicida oriundo de los Urales, con orígenes judíos, sin identidad precisa, dedicó toda su vida a forjarse una biografía entre sus dos grandes aficiones: la literatura y la política. La literatura que mira a la Academia y la política que mira a De Gaulle y a Pompidou. El lector español le conocía por las traducciones de algunas de sus novelas históricas, recogidas bajo el título de Los reyes malditos.
Maurice Druon versus Jean Paul Sartre: se odiaron sin nombrarse durante la postguerra. En mayo del 68 se odiaron nombrándose, a golpe de tribunas políticas. Dos formas de escribir, dos formas antagónicas de vivir. Los dos miraban al Sena: desde perspectivas distintas. Una corta distancia separa la calle Ulm, en el Barrio Latino, del Quai Conti, sede de la Academia, donde Maurice Druon reinó por más de cuarenta años. El creador de La Marsellesa de la Resistencia aparecía desfilando junto a André Malraux o Romain Gary en los Campos Elíseos, apoyando al general De Gaulle. Desfilaban les vieux cons (los viejos gilipollas), como se les llamaban desde las barricadas.
Del 68, Druon deja un testimonio ácido, casi un panfleto, en El porvenir confuso. La emprende con "el americano alemán" Marcuse, que se convertiría en su bestia negra.
Alguien que comete el error de vivir intensamente todas las décadas de su siglo tendrá siempre enemigos. Como decía Lampedusa, no se puede contentar a todos, a menos que uno se convierta en "un gran pastel de nata". Y Druon no fue precisamente un ser endeble. Era un viejo duro de digerir para la esperanza hippy. La brillantez del 68 era simplemente inaceptable para él. Sencillamente, no era su tiempo. Ni su mundo.
Malraux fue ministro de cultura del general De Gaulle, Druon fue ministro de cultura de Pompidou (en 1973). El diplomático y escritor Paul Morand (siempre tan nombrado por Francisco Umbral) anotó con retranca que Druon era "el Malraux de Pompidou". Pero el viejo escritor no descansaba. Emprendió en los años 80 otra batalla: se erigió en cancerbero de la lengua francesa y se opuso a la incorporación de nuevos vocablos y a la feminización de las palabras. Siempre con desdén y retranca, el viejo Druon no daba su brazo a torcer. Como liberal, luchaba para que la palabra liberal dejase de sonar como un insulto, como un escupitajo. Quiso dignificar el concepto y el proyecto político. Y lo dejó escrito. Mientras, le llovían críticas por su capacidad para fabricar libros con un atelier de negros y convertirlos en series televisivas, esto es, en millones.
Al margen de estas peripecias, Druon será para muchos aquel muchacho que mandó al director de France Soir una carta con el siguiente encabezamiento: "Tengo 20 años y me voy". Se iba a luchar contra la ocupación nazi. Y eso no fue sólo retórica.
Cuando murió, esta primavera de 2009, a los 91 años, tuvo unos funerales de Estado. En el patio de los Inválidos, la Guardia Republicana le despidió entonando a capella el Canto de los Partisanos. Nicolas Sarkozy dijo ante su féretro: "En toda tu vida dejaste de proclamar una única cosa: la grandeza de la voluntad humana que se opone a la fatalidad". Pero en esa pomposa escenografía había algo de déjà vu. Eran los personajes de Las grandes familias, que parecían asistir al funeral de su creador. Y Druon, agazapado, se reía de su propia sombra. Una buena forma de despedirse de una vida bien vivida.
Carmen Grimau
http://libros.libertaddigital.com
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