Sobre la figura de Sabino Fernández Campo, conde de Latores, mucho se ha publicado y escrito en relación con su papel en la alta política española. Era lógico. En otra ocasión he recordado que quien me hizo comprender la importancia de Sabino Fernández Campo fue un gran amigo de mi padre, un profesor universitario e investigador eminente como catedrático de Historia del Derecho, que había sido ministro de Instrucción Pública en 1935, en un Gobierno Lerroux. Me refiero a Ramón Prieto Bances. Allá por los años cincuenta, me dijo: «Anota, porque llegará muy lejos en la historia de España, el nombre de un ovetense, Sabino Fernández Campo. Se me destacó en clase, y desde entonces he seguido su vida de éxitos iniciales que se convertirán en permanentes».
Yo, personalmente, he convivido con Sabino Fernández Campo desde su ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, con aquel discurso magnífico «Una relectura de «El Príncipe»», el 28 de junio de 1994, y en ella he seguido, paso a paso su labor académica hasta ahora mismo, cuando fallece como presidente de esta Corporación.
Por eso me atrevo a ofrecer ahora que ya es una figura de la Historia de España, un simple escorzo, de lo que debería ser un planteamiento exhaustivo de la obra de este español ejemplar e intelectual finísimo que fue Sabino Fernández Campo. En el mundo de la cultura, en el de la ciencia, todo tiene que justificarse. Yo pretendo, así, poner de manifiesto por qué me parece obligado mostrar las bases intelectuales de su acción política, que queda para siempre señalada en algún momento clave de nuestra historia contemporánea.
En primer lugar, «el detalle exacto», como decía Stendhal. Incluyendo su discurso de ingreso, con amplio contenido doctrinal, con originales aportaciones, Sabino Fernández Campo ha tenido, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 18 intervenciones académicas, todas valiosísimas. Destaco dos, porque prueban que era un intelectual comprometido con la política en el sentido más serio de estas palabras. Su valor histórico me parece evidente. La primera de ellas es la reflexión sobre el papel de la Corona. Ya en su discurso de ingreso señalaría la necesidad de dedicar «cierta atención» en relación con «las formas de Principados que Maquiavelo describe», «la manera de heredarlos, adquirirlos, conquistarlos, usurparlos y conservarlos o perderlos..., a efectos de determinar... las obligaciones y responsabilidades de quienes, de alguna forma, llegan a tener en sus manos la autoridad y el poder». Completó esto, un año después, en 1995, con su intervención «La función real en España», con un punto de vista históricamente muy importante: «Para que la Monarquía pudiera establecerse de nuevo en España, y aunque no fuera ese el motivo, hubo de tener lugar una guerra civil, ganarla precisamente el bando que obtuvo la victoria... No se desató la guerra civil para restaurar la Monarquía, pero sí que hubiera sido muy difícil restaurarla de no desatarse la guerra civil y de no obtenerse el resultado que se obtuvo». Y el análisis del trámite hacia el consenso que culminó en la Constitución de 1978, le lleva a señalar que «el contacto y la coordinación (de la Corona) con el Gobierno de turno,... no debe significar nunca total identificación». Es, indispensable a estos efectos. «Es preciso, además, que en esta relación y en las respectivas actuaciones no se produzca una confusión. Cada uno debe ocupar el puesto que le corresponde, sin dudas ni intromisiones», admitiendo que «puede haber discrepancias, pues una total armonía conduce en ocasiones a la inercia. De ahí la importancia del diálogo permanente, del respeto mutuo y de la lealtad en la cooperación».
En segundo lugar creo que resulta interesantísimo, como se destacó en su intervención de 5 de marzo de 1998 de qué manera, durante la elaboración de la actual Constitución, con papel importante de éste, «se pensó en cuatro puntos concretos...:
-La previsión de un trámite... para el supuesto de que el Rey disintiera abiertamente de una disposición legal sometida a su sanción, sin convertir siempre a ésta en un acto mecánico y obligado.
-La posibilidad de que el Rey tomara la iniciativa para convocar un referéndum sobre temas trascendentales para la Nación, que se plantearían de forma imprevisible por encima de los programas, las promesas y los acuerdos de los partidos políticos.
- La facultad del Rey de dirigirse a los españoles mediante mensajes especiales, en ocasiones muy determinantes.
-La creación de un Consejo Real que pudiera asesorar a S. M. en caso necesario». Y como complemento, con motivo del XXV aniversario de la Constitución, su intervención «La Corona y la Constitución», puntualizó algo muy importante: «No es fácil el papel de Rey en una Monarquía parlamentaria. Se ha dicho que podía considerarse como una verdadera obra de arte. El funcionamiento interno de la Institución depende mucho de la personalidad del Rey y no obedece a un estereotipo más o menos fijado, como sucede, por ejemplo, con la función ministerial y su relación con las estructuras administrativas del Estado. La Monarquía tiene el objetivo general de colocar a la política en un plano de dignidad o elevación de miras que está lejos, muy lejos, de la descomposición, de la corrupción y de la vulgaridad».
Como economista no puedo por menos de recordar en estos momentos que en la sesión del 26 de noviembre de 2002, bajo el título de «Intolerancia ante lo intolerable», y al hilo de una serie de escándalos financieros mundiales que crearon entonces, incluso, un amago de crisis que pronto se cortó y que parece que no dejó adecuadas enseñanzas, señalaría, en congruencia con todo esto que he expuesto hasta este momento sobre su pensamiento: «Es fácil tolerar las ideas y las opiniones que no nos perjudican directamente. Pero es más difícil disculpar la vanidad, la necesidad y las desenfrenadas ambiciones que nos rodean. El ser tolerante no excluye, sino que se apoya en el reconocimiento de aquello que toleramos. Porque debemos distinguir la tolerancia de la tontería y hasta de la comodidad». Y de Fernández Campo son estas palabras, que comparto: «Los gastos inmensos que han hecho endeudarse hasta cifras alarmantes a las autonomías; la duplicidad de cargos y la proliferación de funcionarios; las diferencias de criterio y el abandono de la objetividad para olvidar la necesidad de compensaciones entre aquellas, de acuerdo con las circunstancias especiales de cada una; las dificultades que surgen cuando el Gobierno de una Autonomía no está en manos del mismo partido que el central o, por el contrario, incluso la consideración política que pueden inclinar a la concesión de preferencias, junto a muchos otros matices que sería prolijo reseñar con detalle, pero que se disparan cuando aparecen situaciones terroristas, son condiciones que pueden alertarnos en cuanto a la perfección de un sistema que se ha desarrollado escapándose de las manos y con difíciles posibilidades de rectificación, limitación o vuelta atrás».
Intelectualmente me ha enseñado mucho Sabino Fernández Campo. Por ejemplo, voy a tomar más de una vez de él una cita que le oí de nuestro común y admirado Ortega. Gracias a ella capté que había dicho don José, como a veces le llamaba Sabino Fernández Campo: «El verdadero revolucionario lo que tiene que hacer es dejar de pronunciar vocablos retóricos y ponerse a estudiar economía».
Creo que su papel en la Historia de España, queda claro en este párrafo de una carta de Heidegger a Jaspers, cuando obtuvo un puesto en la Universidad de Marburgo: «Mi presencia en ella -en este caso, en nuestra Historia- será un perpetuo acicate para su marcha: me acompaña en esta tarea una tropa de choque, con algunos compañeros inevitables (que también son muy útiles), pero con otros al mismo tiempo serios y competentes». Por ello, le debemos imperecedera gratitud.
Juan Velarde Fuertes, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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