No se trata aquí de reiniciar por enésima vez el debate acerca de hasta qué punto Juan Negrín estaba conforme con que España se convirtiera en un satélite soviético. Es cierto que, durante la guerra, no planteó oposición alguna a tal posibilidad, pero es posible que no lo hiciera por entender que sólo con la ayuda de la Unión Soviética podría la República ganar la guerra. Y que ya vería el modo de librarse de los soviéticos una vez alcanzada la victoria. En cualquier caso, la República perdió la guerra y no fue posible ver si España se convertía en un satélite ruso, como quería Stalin, o si Negrín era capaz de evitarlo, como quizá pensara que podría hacer. A los efectos que aquí nos interesan, lo que importa es la intención de Stalin. Friedman está convencido de que lo que hizo fue intentar en España por primera vez lo que luego logró con éxito en Europa oriental, al terminar la Segunda Guerra Mundial.
No hay duda, a la vista de la documentación soviética desclasificada, que Stalin no vino a España a salvar la República, ni a combatir por la democracia. Vino a España para, aprovechando la crisis y la revolución desencadenada por la Guerra Civil, tratar de convertir a nuestro país en el primer satélite soviético. Si se considera que la Guerra Fría es un conflicto consecuencia del expansionismo soviético, muy bien podría ser España y el año 1937 el lugar y la fecha en que se inició.
Sin embargo, siendo como es la Guerra Fría un conflicto entre dos superpotencias, la URSS y los Estados Unidos, difícilmente puede considerarse empezado por el mero hecho de la agresión. Para que el conflicto comience es necesario que el otro antagonista, los Estados Unidos, responda de cualquier modo. La Segunda Guerra Mundial no se inició cuando Hitler se anexionó Renania, ni cuando añadió Austria al III Reich, ni siquiera cuando ocupó Chequia. Todas estas agresiones no fueron respondidas por los aliados. La Segunda Guerra Mundial empezó cuando Hitler invadió Polonia; no por el hecho de la invasión misma, sino porque, a consecuencia de ella, británicos y franceses declararon la guerra a Alemania. De igual modo, la Guerra Fría no empezó hasta que los Estados Unidos decidieron hacer frente al expansionismo ruso. Eso no ocurrió hasta 1947.
Pero estas consideraciones no son óbice para que la guerra civil española pueda ser contemplada, desde un cierto punto de vista, un prólogo no tanto a la Segunda Guerra Mundial como a la Guerra Fría. Ver nuestra contienda a través de esta óptica nos permitirá descubrir muchas otras cosas que nos ocultaba el maniqueísmo forzado de entender que se trató del primer capítulo del enfrentamiento entre el fascismo y la democracia.
El marxismo-leninismo era una ideología expansionista. No lo era por maldad intrínseca, sino por el convencimiento de que, una vez implantada en Rusia, sólo sería capaz de sobrevivir si se propagaba al resto del mundo, y más concretamente a las democracias capitalistas, por emplear su propia terminología. Lenin estaba convencido de que el comunismo no duraría en Rusia si no se implantaba en todo el mundo, porque el capitalismo no toleraría convivir con un país comunista, por miedo al contagio. Este planteamiento es el típico de una profecía autocumplida: desde el momento en que el marxismo-leninismo se hizo expansionista para que el capitalismo no acabara con él, éste se sintió amenazado, no tanto porque sobreviviera en Rusia como porque quería exportarse a los países capitalistas, cosa que éstos no tolerarían. El caso es que el comunismo, según Lenin, debía propagarse o morir.
Esta necesidad de extenderse fue sentida por el bolchevique como algo extraordinariamente perentorio. Consideró que la propagación del comunismo debía ser prácticamente inmediata: de otro modo, éste perecería al poco de haberse implantado en Rusia. Por esta razón, estimuló y financió diversas revoluciones en Europa central y oriental a partir de 1919, sin ni siquiera esperar a ganar la guerra civil que en Rusia había hecho estallar la revolución. Es más, pensó que esa guerra sería más fácil de ganar si en la frontera occidental de Rusia triunfaban, una tras otra, revoluciones comunistas que consolidaran el régimen bolchevique. Todas fueron un fracaso, especialmente en Alemania, país en el que Lenin tenía puestas grandes esperanzas.
Cuando accedió al poder Stalin, en 1923, los planteamientos dogmáticos no cambiaron, pero sí lo hicieron las estrategias. El georgiano estaba de acuerdo con que el comunismo no sobreviviría en Rusia si no era capaz de propagarse a los países capitalistas; pero, a diferencia de Lenin, no creía que hubiera tanta prisa. Lo primero que había que hacer era consolidar el socialismo en Rusia, para lo que inventó la fórmula del socialismo en un solo país, con el fin de explicar cómo el comunismo era perfectamente capaz de sobrevivir temporalmente en Rusia. Cuando llegara el momento, se propagaría con el estímulo y bajo el control de la Unión Soviética.
Había otro aspecto estratégico en el que Stalin se apartaba de Lenin. El primero no creía tanto como el segundo en la inevitabilidad del desplome del capitalismo. Por eso, pensó que era necesario esforzarse todo lo que se pudiera en ayudar a la Historia a cumplirse conforme a lo previsto por el marxismo-leninismo. Esta vena realista le condujo a hacer el siguiente análisis: el conflicto entre la URSS y las potencias capitalistas es inevitable. El nacimiento del fascismo en Italia y, sobre todo, la llegada al poder de Hitler en Alemania trajeron una oportunidad. El nazismo dividió a las potencias capitalistas en dos bandos antagónicos, las fascistas frente a las democracias burguesas. Conforme a la tradición realista, Stalin concluyó que la mejor manera de acabar con todas era aliándose primero con unas para enfrentarse a las otras y luego, una vez liquidado el primer bloque, ir a por el segundo.
Ese mismo realismo le aconsejó que lo prudente era aliarse con las más débiles, para acabar primero con las más fuertes. Supuso que las más fuertes eran las potencias fascistas, de forma que decidió que lo correcto era construir una alianza antifascista con las democracias occidentales, esto es, Gran Bretaña y Francia. En 1930, Stalin nombró a Maxim Litvinov ministro de Asuntos Exteriores, con el encargo primordial de integrar a la URSS en el concierto de las naciones. Su política, en este sentido, fue un éxito. Luego, tras el ascenso del nazismo, el bolchevique de origen judío recibió el encargo de crear un sistema de seguridad colectiva con Francia y Gran Bretaña, algo así como un frente antifascista. En esto fracasó. Se conoce que, con razón o sin ella, a británicos y franceses les dio más miedo el comunismo que el fascismo.
Cuando, en 1936, estalló la guerra civil española, la ayuda que las potencias fascistas dieron a Franco ofreció a Stalin una nueva oportunidad de construir con Francia y Reino Unido el frente antifascista que deseaba. Ahora bien, no era ésta la única oportunidad que España ofrecía a los soviéticos. La revolución que enseguida estalló en el territorio controlado por los republicanos les brindó la oportunidad de reconducirla, para convertir el movimiento en una revolución bolchevique, y al estado que de allí surgiera en el primer satélite soviético del globo. Es decir, parecía llegado el momento de empezar a propagar el comunismo por el mundo.
Aparentemente, ambas oportunidades podían aprovecharse a la vez, por ser complementarias. La reconducción y el control de la revolución en España permitirían hacer el régimen más presentable ante las democracias occidentales, a fin de que éstas colaboraran en su protección de la agresión fascista. De hecho, a partir de septiembre de 1936 la URSS hizo un enorme esfuerzo por controlar los desmanes que se producían en la zona republicana, y acometió una ingente labor de propaganda para presentar la Guerra de España como una guerra entre el fascismo y la democracia, en la que, como era natural, los comunistas estaban del lado de la democracia. De hecho, las Brigadas Internacionales no se llamaron Brigadas Comunistas, que es lo que más propiamente eran, no en vano estaban integradas casi exclusivamente por comunistas.
Sin embargo, la República española no era, en 1936, una democracia burguesa. No se trata de discutir aquí si la degradación empezó a producirse en febrero o a partir del 18 de julio, pero de lo que no cabe duda es de que en septiembre, cuando Stalin se fijó en España, la República era un régimen abiertamente revolucionario que nada tenía que ver con la democracia que disfrutaban en Gran Bretaña o en Francia, por mucho que esta última estuviera gobernada por un Frente Popular. Al tratar de reconducir la revolución y moderarla a la fuerza para hacerla más aceptable a las democracias occidentales, Stalin impuso con dureza sus propios puntos de vista. No logró el fin propuesto. Franceses y británicos pasaron de ver la República española como un régimen revolucionario anárquico y violento a contemplarla como uno fríamente controlado por los comunistas. A ninguno de los dos países les interesó tener junto a ellos un régimen de una u otra naturaleza. Por eso, ni Francia ni Gran Bretaña intervinieron jamás en la Guerra de España, porque no tenían interés alguno en la victoria de una República que ya no era democrática.
Cuando las dos democracias occidentales llegaron a un acuerdo con Hitler en Múnich, en septiembre de 1938, Stalin perdió el interés por España. Era obvio que el conflicto que se desarrollaba en nuestro país ya no serviría de pretexto para levantar un sistema de seguridad colectiva que aliara a la URSS con Francia y Gran Bretaña contra Alemania. Stalin pudo haber continuado apoyando a la República en su esfuerzo de convertir España en un satélite soviético, pero una vez que la alianza con el bando de las potencias capitalistas no era posible, lo prioritario era aliarse con el otro. Hacer esto exigía abandonar, de momento, la posibilidad de contar con un satélite soviético y renunciar a derrotar en España a la que tendría que ser en pocos meses la nueva aliada de la URRS, la Alemania de Hitler.
Cuando estuvo claro que Gran Bretaña y Francia no participarían en el sistema de seguridad colectiva que la URSS quería levantar contra Alemania, Maxim Litvinov fue cesado (marzo de 1939) y en su lugar fue nombrado Vyacheslav Molotov: su misión fue la de establecer una alianza con Alemania para evitar la posibilidad de que todas las potencias capitalistas, las burguesas y las fascistas, se aliaran contra la Rusia comunista.
El pacto Ribbentrop-Molotov (agosto de 1939) produjo una convulsión en Europa. Stalin se quitó la careta de defensor de las democracias frente al fascismo para revelarse lo que siempre fue, un comunista calculador y realista cuya única finalidad era propagar el comunismo en el mundo. Para ello tenía que derrotar a las potencias capitalistas, y para poder tener éxito necesitaba que éstas primero se enfrentaran entre ellas. Si no podía estar del lado de Francia y Gran Bretaña, lo estaría del de Alemania. En todo caso, lo que trataría de evitar a toda costa era verse aislado frente a todas a la vez, arriesgando una alianza entre ellas.
Al ponerse del lado de Alemania, calculó que tarde o temprano tendría que enfrentarse a ella. Pero creyó que eso no tendría lugar sino después de que Berlín acabara con sus dos antagonistas occidentales. Mientras tanto, él emprendería un rearme frenético para preparar el enfrentamiento final con aquélla. Por eso, cuando Hitler invadió Rusia, en 1941, antes de haber derrotado a Gran Bretaña, Stalin no pudo dar crédito a los informes que le llegaban de su frontera occidental. En sus esquemas resultaba imposible que Alemania tomara la decisión de enfrentarse a todos a la vez.
No es éste el lugar para estudiar los motivos que manejó Hitler a la hora de tomar esa decisión. Importa destacar la sorpresa que produjo en Stalin. Cuando finalmente asumió lo que estaba ocurriendo, concluyó que no había mal que por bien no viniera: al traicionar Hitler el pacto Ribbentrop-Molotov, colocó a Gran Bretaña, Francia y la URSS en situación de virtuales aliados: lo que siempre quiso el georgiano. Ahora se trataba de derrotar a Alemania. Luego llegaría el momento de enfrentarse a las democracias burguesas.
Lo que nunca calculó el Hombre de Hierro es que Estados Unidos saldría de la Segunda Guerra Mundial con un poder y una bomba capaces de frenar su avance hacia Occidente.
Con todo, no pudo evitarse que la URSS ocupara toda Europa oriental, y se tardó más de cuarenta años en derrotarla. Hoy es obvio que si hubieran tenido que hacerlo solas, Francia y Gran Bretaña no hubieran sido capaces de lograrlo.
Es sorprendente, y a la vez ilustrativo, que España fuera, de algún modo, para la Guerra Fría lo que Chequia fue para la Segunda Guerra Mundial. Esta historia servirá cuando menos para que nos demos cuenta de que lo que se vivió en España entre 1936 y 1939 fue mucho más que un conflicto entre fascistas y antifascistas.
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