sábado, 27 de fevereiro de 2010

GUERRA CIVIL - El mito generador de mitos

En Los mitos de la guerra civil y otros libros he analizado varias de las muchas leyendas infundadas con que la izquierda y los separatistas han construido su versión de la guerra civil.

¿Por qué han tenido tanto éxito esas mitificaciones propagandísticas? Ante todo porque corroboran otro mito más fundamental, generador de todos los demás: que la guerra civil consistió en la lucha entre la democracia y el fascismo, entre el progreso y la reacción, entre la libertad y el oscurantismo. De ahí que los crímenes del Frente Popular tiendan a disculparse o minimizarse como simples excesos ocasionales, mientras que al bando contrario pueden achacársele sin remordimiento todos los crímenes, reales o inventados. Ello tiene como efecto actual la justificación de las tropelías contra la democracia surgida de la transición –es decir, del franquismo–. Y sin embargo es ese mito generador el más endeble de todos.

El bando supuestamente demócrata se componía de comunistas, anarquistas, socialistas, republicanos de izquierda, nacionalistas catalanes y separatistas vascos. ¿Podemos creerlos defensores de la libertad, etcétera? Pocos sostendrán hoy en serio que el anarquismo o el stalinismo fueran demócratas, pero mucha gente tiene la errónea impresión de que los socialistas y los republicanos de izquierda sí lo eran. En cuanto a los republicanos, advirtamos de entrada que apenas tuvieron peso en el Frente Popular de la guerra: eran partidos pequeños, mal organizados, intrigantes y mal avenidos entre sí, y, como indicó su líder principal, Azaña, la mayoría de sus jefes salió del país en cuanto empezaron los tiros. Por todo ello, no podían dar carácter al Frente Popular. Pero además nunca fueron demócratas ni admitían alternancia en el poder. Una clave de la guerra civil fue que esos republicanos rechazaron la victoria electoral de la derecha moderada en 1933, respondieron a ella con intentos golpistas y terminaron aliados con las izquierdas más extremistas y violentas, y supeditados a ellas.

Mucho peor fue el caso del PSOE. Este partido había colaborado con la dictadura de Primo de Rivera, y por eso había llegado a la república como el partido más numeroso, disciplinado y mejor organizado de la izquierda. Su política desde 1933 era prácticamente bolchevique, y su jefe, Largo Caballero, recibió el mote elogioso de el Lenin Español. Largo y otros líderes, en especial Prieto, marginaron a los socialistas moderados de Besteiro y organizaron la insurrección armada, concibiéndola como guerra civil, para imponer su propia dictadura. Lo intentaron en octubre de 1934, causando 1.400 muertos, y fueron derrotados. No por ello cambiaron de actitud, y en 1936 volvieron a crear un proceso revolucionario. El PSOE fue el núcleo decisivo de las izquierdas españolas hasta que los comunistas lo desplazaron, en el curso de la guerra. Era un partido marxista, no democrático, y el principal causante del hundimiento de la república y de la democracia en España.

Manuel Azaña.
Quedan como posibles demócratas los nacionalistas catalanes y los separatistas vascos. De los primeros puede decirse lo mismo que de los socialistas: se declararon en pie de guerra contra el gobierno legítimo salido de las elecciones de 1933, y utilizaron fraudulentamente el estatuto autonómico para organizar la rebelión. En octubre de 1934 participaron en el asalto a la legalidad republicana junto con el PSOE, los comunistas y parte de los anarquistas. En 1936 volvieron al poder e impusieron lo que su dirigente Companys llamaba "democracia expeditiva", que Azaña tradujo como "despotismo demagógico".

Los nacionalistas vascos se inspiraban en un racismo obsesivo, según el cual la raza superior de los vascos estaba oprimida por la inferior española. Consideraban católicos, casi por raza, a los vascos, y acusaban a los demás españoles de no haberlo sido jamás. Los vascos, como los catalanes, se habían sentido tradicionalmente españoles, y por ello los secesionistas habían desplegado una enorme propaganda para convencerlos de lo contrario, sin haberlo logrado con la mayoría. El PNV obtenía un tercio de los votos emitidos en las tres provincias vascongadas, menos aún en relación con el cuerpo electoral. Y muchos lo votaban no por sus doctrinas, sino por ser el partido que mejor había defendido allí a los católicos contra los ataques izquierdistas. Los nacionalistas, vascos o catalanes, aspiraban a usar los estatutos de autonomía para imponerse radicalmente sobre la masa de población ajena a sus ideas.

Además de poco o nada democráticos, estos partidos unidos durante la guerra eran inconciliables entre sí, y ni la presión del enemigo común bastó a impedir los continuos sabotajes entre ellos. Hubo intensos odios entre comunistas, anarquistas y socialistas, mientras los nacionalistas vascos y catalanes intrigaban lo mismo en Roma y Berlín que en Londres y París, para traicionar a sus aliados. Estas querellas producirían detenciones ilegales, torturas o asesinatos, y culminarían en dos pequeñas guerras civiles entre las izquierdas, la de mayo de 1937 en Barcelona y la de marzo de 1939 en Madrid, con la que terminó, de modo plenamente revelador, la guerra civil española.

Stalin.
Para apreciar el carácter de las izquierdas debemos atender a otro rasgo crucial de ellas: su sumisión a Stalin, el gran defensor de la democracia española, si hubiéramos de creer a la propaganda. Quienes equiparan las intervenciones de Hitler y Mussolini con la de Stalin cometen un grueso error de perspectiva, en dos sentidos. Por una parte, el fascismo de Mussolini había sido poco sanguinario, y Hitler no se había revelado todavía como el genocida de la guerra mundial, mientras que nadie podía poner en duda la crueldad exterminadora de Stalin, cuyas víctimas sumaban ya millones.

Por otra parte, Hitler y Mussolini jamás dominaron a Franco ni mermaron la soberanía española, mientras que Stalin fue el auténtico jefe del Frente Popular español. La independencia de Franco quedó de relieve en la crisis de Munich de septiembre de 1938, cuando declaró su intención de permanecer neutral si estallaba la guerra entre las democracias y los fascismos, lo que causó indignación en Roma y en Berlín. Por el contrario, la autoridad de Stalin sobre el Frente Popular se aprecia en hechos como que los jefes izquierdistas españoles, por poderosos que parecieran, fueron barridos en cuanto obstaculizaron las directrices emanadas del Kremlin: así Largo Caballero, llamado hasta hacía poco el Lenin español, los anarquistas, los nacionalistas catalanes y luego Prieto. Sólo siguió en el poder el socialista Negrín, ligado indisolublemente a Stalin por el envío de las reservas de oro españolas a Moscú. Un envío que puso el destino del Frente Popular en manos de los soviéticos, convertidos en amos de los suministros para la España izquierdista. La política del Kremlin se ejercía sobre todo por medio del PCE, un partido directamente agente de Stalin y orgulloso de serlo.

Estas razones destruyen, en mi opinión, las pretensiones de que las izquierdas defendían la democracia. Pretensiones realmente grotescas cuando examinamos de cerca los sucesos. Pero debe reconocerse que la persistencia de esta falsedad durante decenios, su entronización en libros de historia y discursos políticos en medio mundo, constituye uno de los logros propagandísticos más notables del siglo XX. El mérito, si así lo queremos llamar, de ese logro debe acreditarse sobre todo a los comunistas, precisamente la fuerza más antidemocrática de ese siglo.

Realmente, la democracia no fue un valor en juego en aquella guerra, pues las convulsiones republicanas habían hecho perder la fe en ella a casi todo el mundo. Los nacionales tampoco lucharon por la democracia, sino por la idea más básica de la unidad de España y la religión frente a los exterminadores de esta. Fue una contienda entre la tendencia autoritaria y unitaria de los nacionales, y la totalitaria y disgregadora de los que entonces se llamaban a sí mismos "rojos" o –con plena falsedad– "republicanos".

Pío Moa

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