Cualquiera que haya sido el veredicto de la urnas y al margen del humor con el que afronten la mañana, buenos días a todos, buena suerte y que el Señor nos coja confesados. Bienvenidos a bordo, sea cual sea la bandera que flamee en el mástil, pues no es casualidad que hacer política se compare a menudo con capitanear un barco. Ni es pura metáfora que, con un mal patrón, hasta el mejor navío pueda ser el «Titanic». (Y a la viceversa, claro). Tras haber disfrutado de vientos bonancibles, horizontes serenos y cielos despejados, estamos en el punto en el que da la vuelta el aire. O sea, que se acabó lo que se daba. En el mejor de los supuestos nos tocará enfrentarnos con una mar aviesa y arbolada. En el peor, con un auténtico «tsunami». Y hora será de ver si la pericia del piloto consigue, cuando menos, poner la nave al pairo. Pero, si no es así, procuren comportarse: las damas y los niños -pese a la ley de cuotas- tienen prioridad en caso de naufragio. Hay que echarle valor y esquivar el desánimo. E incluso (todo ayuda), desempolvar los amuletos que ahuyentan los aojos y el mal fario. Un trozo de madera; un pedazo de cuarzo; tal vez una herradura que haya perdido alguien durante la campaña; la pata de conejo que nos sobró de Navidades. Porque si el timonel es el zangolotino que ha marcado el rumbo hacia ninguna parte, la cosa pinta mal hasta para las ratas. Lagarto, lagarto.
El señor Joseph Conrad -un fascinante trotamares que terminó largando el ancla en una cuartilla en blanco- describió como nadie el singular paralelismo entre el gobierno de un país y el arte de la náutica. Según él, lo importante no es que una embarcación tenga tales defectos o tales cualidades. El éxito depende, sobre todo, de que el piloto consiga dar la talla y encuentre la excelencia en la exigencia máxima. Un impostor -decía- está incapacitado para ejercer el mando, un demagogo está indefenso ante las tempestades. Tiene plomo en las velas y lastre en las entrañas: contrabandos, traiciones, mercadeos, apaños. Y eso es lo que hay, si es que nada ha cambiado. Por mucho que se empeñen en vender que ese buque (de paz, naturalmente) que aún se llama España es un acorazado a prueba de naufragios, lo cierto es que, hoy por hoy, empieza a parecerse a bajel derrelicto, a un galeón fantasma. Le crujen las cuadernas como si, de aquí a nada, fuese a partirse en dos; o en tres, por ser exactos. Se abren vías de agua a lo largo del casco y las bombas de achique apenas dan a basto. A la justicia se la ha pasado por la quilla y quienes la administran lo han hecho por el aro. El interés común ha sido secuestrado para cebar los intereses de unos cuantos y la Constitución, que era una fortaleza, es un fondeadero repleto corsarios.
Buenos días, de nuevo, buena suerte y, si falla la suerte, resignación cristiana. Una nación que ha conseguido no irse a pique en estos tenebrosos cuatro años se merece un «bonus-track» de confianza. La crisis que vendrá -porque ese es el busilis, que ya la padecemos y todavía no ha llegado- no va a hacer prisioneros, ni va dar cuartelillo a las fanfarronadas. Desde el poder pueden manipularse los principios, pero la economía es un final inalterable. Y la mano invisible del mercado nunca es más elocuente que cuando pega bofetadas. Las razones morales encuentran poco eco en un cuerpo social medroso y pusilánime que confunde ser libre con ser irresponsable. La cartera, por contra, es el espejo del alma. «¡La bolsa o la vida!», gritaban a sus víctimas los bandidos románticos. Ahora, la exigencia es un flagrante pleonasmo. Ayer, en cualquier caso, España soltó amarras, la travesía ha comenzado y vamos a remolque de los malos presagios. ¿Conseguiremos atracar al final del viaje o habremos permitido que vuelvan a atracarnos? Ustedes, a esta hora, no estarán bajo el yugo de ese interrogante. Pero no faltarán incógnitas de las que ocuparse. «Good morning and good luck». Y que el Señor, que sabe idiomas, nos coja confesados.
Tomás Cuesta
www.abc.es
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