La victoria de Rodríguez Zapatero tiene un visible valor logístico considerando hasta qué punto ha logrado condicionar la estrategia política y electoral del PP. Desde el pacto del Tinell a las políticas de laicismo, una maniobra envolvente que en ocasiones parecía inconnexa ha convencido a la mayoría suficiente del electorado. Como líder de nuevo cuño, Zapatero ha intentado adivinar en todo momento cuál es la conveniencia de lo que hay al otro lado de la colina. En efecto, sobrecargó de tensión las líneas de comunicación política, a riesgo de un apagón. Tanto con las armas primitivas de la política como con los ilusionismos de la realidad virtual, consiguió que la derecha pareciera más derecha. Así fue la campaña por ambas partes, cansina y desilusionada.
Más allá del ritmo electoral de dos mandatos consecutivos que fue la tónica desde la Transición, la reválida del zapaterismo da permanencia para otros cuatro años a lo que ha sido una amalgama de osadías, saltos en el vacío, reticencias de Solbes, pactos de alto riesgo, hiperactivismo e inmovilidad, buenismo y pasión de poder, cintura y flexión política de yogui. Ha sido un método de seducción. Reconocer su victoria no impide insistir en que a la larga es un método carísimo. Incluso antes del debido análisis en hondura de los datos de la jornada electoral de ayer, habrá que reconocerle a Zapatero buen olfato para seguir el rastro de nuevas micro-tendencias y anclajes sociales que dan cuerpo a la sociedad española de hoy. Las mimó con la palabra y con políticas claramente finalistas, tejiendo una red de intereses sectoriales que juzgamos no del todo coincidentes con el interés general y que sin embargo han desplegado una nueva mayoría. Es más difícil de precisar cuáles sean los valores reales que identifican a Zapatero. Lo que sí se constata es que, siendo un ente post-ideológico, ha contribuido a que el relativismo encarne una ideología. Eso no significa que cada uno de los votos obtenidos por el zapaterismo avalen con uniformidad homogénea su política económica, sus experimentos de orden social, la política exterior, el modelo territorial abierto en canal o la negociación con ETA. Lógicamente, las predisposiciones se solapan o incluso se contradicen, pero han llegado a sumar con holgura.
Lo que ayer los ciudadanos expresaron en las urnas fue computado como decisiones sobre el modo de decidir políticamente durante los próximos cuatro años. Quienes dieron a conocer su inquietud por la crisis económica que nubla los horizontes al final no han sido la mayoría. Continuamos sin conocer si habrá cambios en los mercados laborales, mejor competitividad, más I + D o, por ejemplo, reformas que hagan de cortafuego en la desaceleración.
Por su idiosincrasia humana y política, Mariano Rajoy había pretendido encarnar la contraposición del sentido común al relativismo. Ha convencido ampliamente a los suyos -un zócalo muy consistente de votantes fieles- pero no ha calado en la ósmosis de esa configuración social que en buena parte es consecuencia de los años de crecimiento. En economía, por ejemplo, la herencia de los dos mandatos del PP era ubérrima pero, el prenunciar la crisis electoralmente sólo le ha servido para oficiar el viejo rol de Casandra, a quien Apolo dio el don de la profecía, pero condenándola a no ser oída. Ante un Zapatero que hoy no tiene porqué no reforzar su estrategia del Tinell ejérciéndola casi en solitario, un PP que no afronte la situación con inteligencia, rigor y afán de unidad sintética, tiene por delante un trecho entre los monótonos palmerales del desierto. Esa historia es de todos conocida porque ya la vivió el PP en su día y también el PSOE después del finiquito del felipismo. Algo tiene que inventar el PP, salvo si quiere irse desintegrando en las bancadas de la oposición. Sería un atajo improcedente intentar lo mismo que el PSOE: buscar su propio Zapatero y recomenzar como si no hubiese ocurrido nada. Bien saben en la calle Génova en qué circunstancias llegó Zapatero al poder.
Como en el reparto de la túnica legendaria, unos dirán que la victoria socialista de ayer es un rearme de la izquierda y otros lo interpretarán como un logro muy personal de Zapatero. Dado su talante y su concepción del poder lo que de verdad hace falta es ver cómo interpreta eso el propio Zapatero. A la vista de los antecedentes, lo ha de considerar un triunfo mágico de su poder de visión. Ahora mismo puede hacer el gobierno que le venga en gana, para remachar en un segundo mandato sus intuiciones y mitos. ¿Por qué razón habría de variar su política exterior o no refrendar todos los postulados del PSC-PSOE en Cataluña? ¿Qué hará con el referéndum de Ibarretxe? ¿Hasta que límite querrá llevar sus iniciativas laicistas? ¿Importa todo eso más que la estabilidad y la cohesión, y que gobernar en nombre de todos? Lo que se divisa es que para la mayoría de electores, la ruptura de los consensos formulados en la Transición no ha tenido la importancia que históricamente le dábamos.
El emperador anda desnudo, decían en el PP, pero el electorado le ha vestido con capa de armiño. De necesitar parlamentariamente mayor cortejo, ha demostrado no tener reparo en pactar con quien sea. En cuanto al PSOE, pudiera caer en la tentación de aprovechar que repite en La Moncloa para ocupar en términos de partitocracia el déficit de institucionalización que aqueja al Estado. Ya no pocos se preguntan de qué modo y manera el Zapatero de ahora va a ponerle los puntos sobre las íes a la Conferencia Episcopal. Otros pocos estarán pensando si dejar de dar la batalla en el centro no fue un error estratégico de un PP que a veces daba más la impresión -justa o desproporcionada- de un conglomerado de pasiones e intereses personales que una organización política para el siglo XXI.
Una de las falacias más destacadas de los últimos tiempos es que los cuatro años de zapaterismo han representado para España más modernidad y un incremento de las libertades. Es una falacia que ha resultado electoralmente atractiva, pero a la larga lo que cuenta es el aumento del paro, la tasa de inflación, tomarse la inmigración a la ligera o empeñarse en una política educativa que va a conseguir pronto batir todos los récords en faltas de ortografía. Por su parte, los asesinos de ETA patrullan día y noche el callejón de la muerte.
Valentí Puig
www.abc.es
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