Hemos vivido confundidos por diferentes muertes de Dios. No es la muerte de Dios que propugnaron los profetas de la radical secularización del hombre y de la sociedad la que sobrecoge; no es la que defendían quienes han querido llevar al hombre a la dimensión de la humanidad plena sin trascendencia, la que atrae. Es la muerte de Dios hecho hombre, de Jesucristo, única e irrepetible la que produce estupor.
No son pocas las personas que ante la representación estética, plástica, de los últimos momentos de la muerte de Jesús se topan con un acontecimiento, con una persona, con la evidencia divina en lo humano; es algo que ha fundado gran parte de la cultura occidental, escándalo de una estética que salva al mundo. Una estética que no obvia la más radical interioridad del hombre, el dolor, el sufrimiento como anticipo de la muerte.
La muerte de Dios no es la muerte de la vida. La muerte de Dios es la muerte del impulso vital de la Historia. Dios, al vivificar al hombre, vivifica también la historia. Algunas de las exclamaciones de quienes asisten, más o menos expectantes, a las procesiones de Semana Santa nacen de ese lenguaje del yo articulado en la naturaleza, de la conciencia del hombre contemporáneo. La muerte de Dios, anunciada en las décadas pasadas por tantos intelectuales, cede el lugar a un culto estéril del individuo, ha dicho recientemente Benedicto XVI. Muriendo Dios muere la conciencia del hombre sobre el hombre. Resucitando Dios resucita la conciencia del hombre sobre el hombre.
La conciencia ha sido uno de los grandes ejes de la historia reciente de la humanidad. Desde la conciencia de clase a la conciencia autónoma, pasando por la conciencia social, el hombre ha ido dando tumbos por entre las veredas de la historia. El cristianismo, desde la muerte y en perspectiva de resurrección, había resuelto las relaciones entre conciencia y vida. ¿Es la conciencia la que determina la vida o es la vida la que determina la conciencia? Quienes han pretendido erradicar la conciencia del hombre, alienar al hombre por la ideología, se han empeñado, en los siglos últimos, por erradicar la conciencia en la historia y de la historia.
Es cierto que la modernidad llevó hasta las últimas consecuencias la reflexión sobre la conciencia hasta creer, en manos de Hegel, en un espíritu absoluto encadenado al ser y al tiempo del hombre. Mientras separaban a Dios de la historia y le convertían en una hipótesis alejada del día a día, de la vida, la conciencia engordaba de un vacío de sí misma. La relación del cristianismo con la modernidad ha pretendido recuperar no sólo la razón y la razón de la presencia de Dios en la vida del hombre; ha pretendido su plena integración en la existencia, la plena relación entre conciencia y vida, vida y conciencia.
Uno de los más escalofriantes síntomas de la pérdida de la conciencia de Cristo, del significado de su muerte en los cristianos, ha sido esa soterrada guerra desencadenada contra Cristo en el interior de la civilización cristiana, esa cristofobia cultural que ha nacido cuando los cristianos nos hemos convertido a los credos terrestres. Credos sin conciencia de Dios y de divinidad; credos que confiesan la necesaria secularización. Benedicto XVI pronunció hace unos días un discurso al Plenario del Pontificio Consejo para la Cultura en el que recordaba cuáles son las consecuencias de esa radical secularización de la conciencia cristiana y de la cultura contemporánea.
Esta secularización no constituye sólo una amenaza externa para los creyentes, sino que se manifiesta ya desde hace tiempo en el seno mismo de la Iglesia. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y, en consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los creyentes.
Luego se refirió a una deriva hacia la superficialidad y un egocentrismo que perjudica la vida eclesial. La muerte de Dios nos despierta, en estos días, del sueño de la superficialidad. Miremos a la cruz; esperemos la luz.
José Francisco Serrano Oceja
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