Un libro puede ser -es, quizá sea palabra más precisa- el mejor amigo del hombre. Se trata de un objeto en apariencia inanimado, pero ¡cuánta vida hay en él! Y por si eso fuera poco es el compañero más comprensivo que imaginarse pueda. Entenderá que lo ames, pero también que lo olvides sobre una mesa hasta que decidas volver a tenerlo entre tus manos. Exige, eso sí, que nuestra mente se concentre en él, pero, a cambio, nos ofrece llevarnos a lugares remotos o a lo más profundo de nosotros mismos. Aventura, miedo, amor, imaginación, territorios de prodigio, en fin, penetran en el alma humana. Un libro vive y nos hace vivir porque está habitado por personajes que son personas.
Un plan para toda la vida
La editorial Planeta acaba de publicar «Un plan de lectura para toda la vida» (La guía definitiva de lo que hay que leer), de Clifton Fadiman y John S. Major. El primero es uno de los escritores y editores más respetados en Estados Unidos; el segundo ha publicado varios libros sobre la historia y la cultura de Asia, temas en los que se doctoró en Harvard. De Fadiman son las palabras que siguen y que, sin duda, incitan a la lectura: «Cuando lees un clásico, no ves nada en el libro que no hayas visto antes: ves cosas en ti mismo que no habías visto antes». Tanto él como Major saben que los amantes de los libros tienen marcado, como la propia existencia, un tiempo que no es infinito para recibir el conocimiento y el placer que esperan de ellos. De ahí, la selección de los que consideran que deben amarse. Esta obra no es ninguna novedad en el país que la vio nacer (1960), pero sigue figurando en la lista de los títulos más vendidos, aunque, naturalmente, ha ido renovándose y así se han incluido nuevos autores occidentales y, en especial, orientales.
A decir de Fadiman está recomendada para personas entre los 18 y los 80 años y aunque el plan, dice, nunca permitirá que seamos plenamente conocedores de nuestra mente y el mundo, al menos no nos sentiremos perdidos y desconcertados. «Comprenderemos mejor, afirma, la posición que ocupamos en el tiempo y en el espacio». Ni que decir tiene que no se trata de una guía a secas, sino que contiene datos sobre el libro y su autor. El escritor es, al fin, el creador de un arte fantástico y necesario: la literatura. Cuatro nombres vinculados a ella- Antonio Soler, Luis Mateo Díez, Andrés Ibañez y Juan Malpartida- hablan en estas páginas de sus biografías como lectores y del tiempo que les acecha como tales. El autor de «Las bailarinas muertas» confiesa que el veneno de la literatura se lo inoculó Emilio Salgari: «Tal vez pudo ser otro, pero fue leyendo al escritor italiano como se inició ese proceso inagotable. Un libro me fue llevando a otro, un autor a otro». No cabe duda de que se lo tomó muy en serio, ya que recuerda que con 14 ó 15 años se hizo «un plan universal de lectura, que arrancaba con Homero y acababa en Delibes y en un escritor joven que se llamaba Juan Marsé». Claro que el plan no se cumplió tal cual, porque, evoca, las raíces se fueron diversificando por el universo literario y lo llevaron a lugares insospechados de los que, a su vez, partían otros mil caminos. En lo que toca a Andrés Ibáñez, tiene un plan sobre lo que no debe ser un plan: «Leer todos los libros «importantes» es un empeño absurdo y pernicioso. Cada cultura y cada edad tiene sus libros «imprescindibles»». Es consciente de que no se puede leer todo cuanto se desearía, pero esa realidad no debe ser, en su opinión, fuente de angustia, sino de asombro y de maravilla. Cuando se pregunta si hay que hacerse un programa de lectura responde que «el «canon» de lecturas importantes es la vida de cada lector».
Existen en tal número los libros que Malpartida, con su carga de poesía, se remonta al Eclesiastés para afirmar que ya en ese Libro sagrado se aseguraba que su número era ina-gotable. Su conclusión es que «la acumulación está reñida con la sabiduría. Quevedo decía apartarse con pocos pero doctos libros, y Robinson Crusoe, por destino y porque así lo quiso Defoe, naufraga hallándose con un solo libro, la Biblia, que es un libro de libros». Pero, ¿qué hacemos con el tiempo? «El problema, informa Mateo Díez, no es el tiempo sino la administración del mismo. Vivimos en una sociedad llena de reclamos, y hay que saber lo que uno quiere para que esos reclamos, tantas veces triviales, no nos invadan».
Para el autor de «La fuente de la edad», leer siempre supone un esfuerzo, el lector está cerca del creador, la lectura es activa y creativa, al contrario, por ejemplo, del consumo de imágenes inocuas ante el televisor. «Hay que decidir - manifiesta-, no podemos conformarnos con la idea de que la lectura parezca un acto de resistencia en esta sociedad consumista». Y es que, tiempo adelante, el número de libros seguirá engrosando y engrosando. Lo resume bien Malpartida: «Un griego del siglo IV aún podía acceder a la totalidad de los saberes de su época, hoy es imposible». Atendiendo a eso, Soler opina que, a determinada edad, hay que acotar los caminos que se bifurcan, a la par que cree que la brújula de la experiencia nos ayudará en la ruta. Andrés Ibañez piensa que a través de la lectura «uno construye, como una abeja su panal, su propia alma».
Enriquecer el espíritu
Leer, en opinión común, que también es sentido común, enriquece el espíritu del hombre llevándolo hacia mundos entreabiertos o insospechados. Para muchos, la lectura se transforma en uno de sus grandes afanes. Para otros es un mero divertimento que les otorga momentos de satisfacción. Los que sencillamente no leen no saben lo que se pierden. Como bien aconseja el autor de «La música del mundo», «una vida es una vida de lecturas. Por eso, hemos de buscar las que sean experiencias vitales, que nos den vida y que nos hagan sentir felicidad por estar vivos».
Trinidad de León-Sotelo
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