Es el año 1792. Francia, herida y fatigada, vive en plena Revolución. El viejo mundo desaparece mientras miradas medrosas y gachas sienten ya la proximidad de la tiranía jacobina, fecunda y llena de esperanzas, pero también mucho más terrible que el despotismo caduco de la antigua monarquía. Hay como un presentimiento que sobrecoge ante los dolores que han de venir y que al joven y aristócrata Chateaubriand le harán refugiarse en Bruselas, donde está el cuartel general de la emigración realista y donde los más fatuos e intrigantes enemigos de la Revolución, tan ansiosos y débiles como él en aquella hora indecisa, se preparan para invadir su país al lado de las grandes potencias absolutistas de Europa.
Cuando mucho tiempo después evoque este tiempo confuso, y para él desilusionado, Chateaubriand nos dirá que no abrigaba ninguna esperanza acerca del partido que tomaba, y sobre todo, que el plan de aliarse a los reyes extranjeros para invadir Francia y hacer triunfar sus propias ideas le repugnaba.
¿O acaso no suponía una traición tal procedimiento? Así lo pensaba entonces. Así lo proclamaron en París los republicanos de Danton y Robespierre. Con ese razonamiento señalan más tarde la culpa de la emigración realista los historiadores liberales de la Revolución. Y sin embargo, apunta Chateaubriand, nadie, o muy pocos, reprochan después al partido republicano francés su actuación durante la invasión de España en 1823, cuando fueron a servir bajo la bandera de los liberales españoles y no tuvieron escrúpulo en luchar contra las tropas de su patria, restauradoras del absolutismo de Fernando VII. «Tenemos -dice con una mueca de viejo desprecio- dos pesos y dos medidas. Aprobamos para una idea, un sistema, un interés, un hombre, aquello que censuramos para otra idea, otro sistema, otro interés, otro hombre».
El escenario y los actores de los que habla Chateaubriand han desaparecido. Muchos de los lugares que vieron sus ojos ya no existen. El sueño de la Revolución ha volado como la época del Antiguo Régimen. Pero esta observación que nos ha dejado en un rincón de sus recuerdos mantiene su quemazón. Nos recuerda la parcial ceguera de las pasiones políticas. Nos descubre, con cansancio, y quizá sin saberlo, un tema de nuestro tiempo.
Miremos al siglo XX. La centuria del miedo y, a la vez, de los altavoces que repiten: «Nuestros mecanismos son normales, los suyos, aunque los mismos, abominables». Una centuria en la que se ha llamado salvadores a los tiranos, donde se explicaba que había una gran diferencia entre la tiranía reaccionaria y la tiranía progresista. Y también campos de concentración que marchaban en el sentido de la historia y campos de trabajos forzados que asesinaban la esperanza.
Así, como la queja de Chateaubriand, las desgarradoras reflexiones del Premio Nobel Iván Bunin, las notas que el prosista y poeta ruso escribió en 1918, bajo el efecto del ascenso y consolidación de los bolcheviques en el poder, mientras las represalias y el terror se extendían por Rusia tan espontáneamente como la peste negra por una ciudad medieval:
«¡No se puede despotricar contra los revolucionarios en bloque! De los blancos, por supuesto, sí que uno puede despotricar cuanto quiera. Al pueblo y a la Revolución se le perdona todo: no son más que excesos. Pero los blancos, víctimas de expolios, profanaciones, violaciones y muertes, a ésos, por supuesto, no se les perdona ningún exceso».
Así también una parte muy considerable de la izquierda política e intelectual europea en el verano de 1939, cuando después de que se hiciera público el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin encontró razones para justificar la alianza de los soviéticos con quienes parecían sus peores enemigos, es más, con quienes habían establecido la filial del infierno en la tierra.
Digámoslo sin ambages: las palabras pueden ser retorcidas de modo que expliquen cualquier cosa y el partidario de una ideología puede vivir inmune a los desmentidos de la realidad, censurando en el adversario aquello que aprueba en los suyos sin ver en ello doble fondo ni contradicción alguna ni hipocresía de ningún tipo.
Lo amargo de la actual política española no procede de otra fuente. Fijémonos en Zapatero, que llegó al poder denunciando las supuestas manipulaciones del gobierno de Aznar y ha basado su política antiterrorista en la mentira y la profanación de la palabra. No por casualidad profirió la siguiente consigna al iniciar las negociaciones con ETA: nada de palabras, hechos. Desde entonces a la mentira le han crecido las piernas y ya no sigue a la verdad pisándole los talones sino que corre por delante de ella. Pues se sabe que la praxis del presidente ha consistido no en fijar sus posiciones, sino en ocultarlas; no sólo en difundir mentiras, sino también en sugerirlas; no sólo en confundir a los españoles sino también en obligarles a aceptar las declaraciones falsas con una ingenuidad desconcertante.
Vivimos un tiempo de cíclopes que ven de un solo ojo. Vivimos una época en la que se actúa por arrebatos demagógicos y se nos llama a poner por delante una profesión de fe que ya quisieran para sí muchos místicos del siglo XVI. Vivimos una época en que aquellos que se quejan de la crispación política son los mismos que piden drama y romanticismo, se regodean en la fantasía de que un peligro se cierne sobre el país, dicen haber identificado el huevo de la serpiente, firman el pacto del Tinell, llaman a crear un cordón sanitario para aislar a Rajoy y a su partido o a levantar un muro para poner coto al virus centralista.
Todos conocemos el último y famosísimo discurso de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, con Millán Astray y sus legionarios gritando ¡Muera la inteligencia! «Vencer no es convencer -dijo ante aquel coro endemoniado el escritor bilbaíno con una tenacidad granítica, antes de salir escoltado por Carmen Polo y José María Pemán- y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, más no de Inquisición».
No está de más recordar esta escena hoy, más de setenta años después, cuando asistimos a los coros histéricos y amenazas de jóvenes fanáticos -nacionalistas y de extrema izquierda- que intentan reventar los actos de los partidos políticos que les desagradan -PP , Ciudadanos, UPyD- y comerse a mordiscos a los oradores entre gritos de ¡Fuera fascistas! ¡Ojalá te maten! Violencia grosera. Filosofía de puños en la Universidad. Romanticismo de mala ley, que maltrata la inteligencia y destruye la palabra. Fascismo de izquierda, igual de condenable que el energúmeno ¡Viva la muerte! de Millán Astray. Fascismo calcado del sañudo y cateto al que nos han acostumbrado los jóvenes nacional-socialistas del País Vasco con la indiferencia del PNV.
Se dirá que los culpables son los que producen esos ataques. Por supuesto. ¿Pero no es menos cierto que desde la izquierda y desde los nacionalismos periféricos, con una entonación de desprecio, de suficiencia, de ortodoxia indiscutible, y a la vez que se censuraba una oposición cainita en el PP, se ha creado un clima de opinión que permite a estos jóvenes disfrazar como defensa de la democracia lo que no es más que una cerril agresión contra sus principios elementales? Porque a estas alturas identificar al PP con un ogro franquista o a Ciudadanos con la quinta columna de la derecha uniformizadora es ya una vieja tradición. Triste y grosera tradición, pues puede producir el mismo efecto que la poesía épica, que ennoblece y corrompe: así, en la Ilíada actos feroces se convierten en la hazaña de un héroe. Triste y peligrosa tradición, pues da ocasión a que alguien se confunda y, como hemos visto recientemente, se crea en el derecho a silenciar, acorralar y proceder violentamente contra esa publicitada, aunque falsa, amenaza de involución.
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