sexta-feira, 21 de março de 2008

Pasión según San Mateo

La campana ha guiado tus pasos a través de las calles húmedas de la ciudad extraña, mientras la nostalgia que esperabas sentir como una suave cosquilla se te está clavando en el alma con la esquinada y dolorosa agudeza de una punzada. Has mirado el reloj para situar las coordenadas exactas de la memoria, cuya certeza te transporta hasta el eco lejano de unos tambores que no puedes oír, hasta el rincón cabal de una experiencia que no puedes vivir pero que sientes perceptible y puntual en la distancia, dibujada en tus recuerdos como una fotografía de contornos tan precisos como la certidumbre de tu ausencia. Es como si estuvieses al mismo tiempo en dos lugares: tus pies y tu cuerpo entero entre las callejas medievales del escenario luterano que domina la esbeltez del campanario que te llama, tu espíritu y tus sentimientos perdidos en el dédalo donde ahora mismo transcurre el rito renovado cuyos detalles serías capaz de reconocer como un mapa de tu propia vida.

Te has secado con la mano las gotas de lluvia en tu rostro al entrar en la iglesia de paredes desnudas y bóvedas altas donde resuena un canto que parece ascender hasta las vidrieras con la solemnidad envolvente de un himno en el que reconoces de inmediato una identidad que compartes más allá de las palabras. La música te ha ensanchado los pulmones cuando te sientas en las últimas filas y tu mirada busca entre las ojivas las volutas sonoras que salen de las voces del coro. Bach. Una marea de grandeza que invade el templo con oleadas de penetrante piedad envuelta en la arquitectura mística de un prodigio.

Las notas del oratorio fluyen hacia ti como una corriente en la que te dejas flotar para volver en tu interior hacia la ciudad soñada, ésa en la que adivinas y presientes la liturgia que en este mismo instante recorre sus calles agitadas de gente y de bullicio, perfumadas de azahares y de incienso, sacudidas de expectación y algarabía. Casi podrías reconocer los rostros de la muchedumbre, los perfiles de las casas recortados en la luz de la tarde, el paso arrastrado de los costaleros, las voces recias de los capataces, los colores de las túnicas, el brillo de la plata en las candelerías y los varales.

Toda esa ceremonia ha desfilado dentro del hombre que en tus zapatos y en tu piel está sentado en una iglesia lejana y fría donde la contralto ha comenzado a cantar la súplica emocionante y encendida del «Erbarme dich, mein Gott», y en la coral que responde con la soberbia majestad de un batallón de ángeles has hallado la línea esencial y maestra que conecta los dos puntos sobre los que levita tu espíritu dividido. Has comprendido que la belleza que escuchas y la que evocas proceden de un idéntico impulso revelado capaz de anclarse en el fondo de los siglos y de la memoria, y que la fe creativa que en tu tierra cimbrea los palios o impregna la dulce serenidad de un crucificado es el mismo hálito que da vida al milagro de la música que ahora te traspasa con la claridad de su belleza estremecedora, ingrávida y transparente.

Ignacio Camacho
www.abc.es

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