Cinco años después de la caída de Bagdad, sigue viva la polémica sobre la oportunidad de haber desencadenado la operación que culminó con la caída de la dictadura de Sadam Husein. El presidente George W. Bush intentó ayer justificar la decisión que sin duda marcará para siempre sus dos mandatos consecutivos y sus adversarios aprovecharon la ocasión para reafirmarse en sus críticas. Más que ningún otro conflicto contemporáneo, el de Irak ha tenido la virtualidad de dividir profundamente a la opinión pública de todo el mundo y el hecho de que esa división persista es la demostración de que se trata de un asunto inacabado, donde es difícil ver todavía todos los perfiles. Cinco años es un tiempo relativamente corto en términos históricos; no es posible saber qué dirán los iraquíes dentro de cincuenta años ni cómo conmemorarán el acontecimiento que marcará para siempre un punto esencial en su historia como país independiente.
Mientras tanto, lo que seguramente no va a remitir es la intensidad del debate entre los que apoyan y los que critican la operación. El problema es que los argumentos no son siempre unívocamente utilizados. En Somalia, por ejemplo, Bill Clinton logró que la ONU bendijese su operación humanitaria en 1993, pero la estrepitosa derrota que sufrieron sus fuerzas y su retirada fueron retransmitidas por televisión a medio mundo. El resultado fue que aún hoy en Somalia no ha sido restablecido un gobierno digno de ese nombre, y sin embargo aquel episodio ha pasado a la historia como una anécdota irrelevante. Algunos de los que se rasgaban las vestiduras poniendo en duda la legitimidad del apoyo de la ONU a la invasión de Irak, ahora han celebrado alegremente la independencia de Kosovo sin ningún aval de las Naciones Unidas.
Pocos quieren recordar que las tropas norteamericanas fueron recibidas con gozo por la inmensa mayoría de los iraquíes cuando entraron en Bagdad. Que los kurdos y los chiís recuperaron entonces la libertad de existir como tales, sin miedo a ser aniquilados por el dictador; que muchos intelectuales que ahora están en la primera fila de las manifestaciones, escribieron aquellos días gloriosas odas a la libertad recobrada; que los iraquíes tienen hoy un gobierno electo y que ha demostrado varias veces con los hechos su independencia de Estados Unidos.
Otros quisieran que se olvidasen los gravísimos errores cometidos en la administración ocupante, la vergüenza de Abu Graib y que cinco años después millones de iraquíes siguen sin agua ni electricidad, o que las fuerzas norteamericanas no son capaces de controlar a los terroristas que masacran implacablemente a los civiles inocentes.
Siendo realistas hay que reconocer que en los últimos meses la gestión inteligente y eficaz del general David Petraeus ha logrado ciertos avances en materia de seguridad, pero mientras no sea posible que los iraquíes puedan volver a lo que se considera una vida normal, las tareas de reconstrucción seguirán estando muy comprometidas.
Un día no muy lejano los soldados norteamericanos se irán del país. Ojalá que para entonces las fuerzas iraquíes sean capaces de hacerse cargo de su destino en un Irak donde pueda decirse que han enraizado gérmenes democráticos. Pero por ahora seguirá la discusión. A través de la historia y por razones evidentes, las guerras las han contado los vencedores. Por desgracia, en el caso de Irak se empeñan en hacerlo los que se opusieron (antes o después), ignorando que tampoco son ellos los que han ganado la guerra, ni serán los que resolverán los problemas que ensombrecen la vida diaria de los iraquíes.
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