Entra por mi ventana, en la mañana del Domingo, la exultación del bronce, todas las campanas de Sevilla anunciando que Cristo ha resucitado. En Sevilla la Semana Santa no es triste porque, como explicaba Antonio Burgos en su prodigioso pregón de este año, «hemos visto muchas veces esta película, siglos la llevamos viendo. Y sabemos que termina bien. Vamos, divinamente, porque es cosa de Dios. Sabemos que, aunque lo pase muy malamente, al final el bueno, el Muchacho, el hijo de la Señora Guapa, gana y se sale con la suya, que es morir para salvarnos. Y que después, además, resucita el Domingo». Y esta alegría presentida de la Resurrección, que es el Evangelio popular de Sevilla, es la que uno encuentra en cada esquina, la que asoma a los balcones engalanados, la que guía los pasos de los costaleros, la que trepa hasta las nubes, suplicando que no llueva. El hombre no puede caminar sin apoyarse en algo; y ese apoyo se lo brinda la fe. Cuando esa fe se agosta, el hombre cae en la desesperación, una desesperación que empieza por dominar los espíritus más escépticos, para acabar anegando a la sociedad entera, haciéndola no sólo impotente al esfuerzo vital, sino también poseída de una sorda sed de destrucción. Esa desesperación pagana fue la causa del derrumbe del Imperio Romano; y en nuestra época neopagana la desesperación vuelve a hincar su garra en el alma humana, vuelve a invadir con su lúgubre grito las cámaras del corazón. Y esta nueva desesperación que nos ataca es, como sostiene el gran Leonardo Castellani, «mil veces más acre y sacrílega actualmente que en el paganismo precristiano, pues entre éstos y aquéllos ha pasado nada menos por el mundo la Esperanza hecha Carne; y, voto al cielo, no ha pasado en vano».
Que no ha pasado en vano lo certifica este forastero en Sevilla. En la noche de Jueves Santo, como nos anuncia el pregonero Antonio Burgos, «Sevilla hace público juramento de fe y credo, sacando a la calle su portento de religiosidad popular». La desesperación pagana flaquea y retrocede ante la imagen de ese Cristo del Gran Poder, vecino de San Lorenzo, que sale a la noche con la Cruz a cuestas, a hombros de los costaleros que imprimen a su avance un andar casi humano de tan sobrehumano. Se hace un silencio encogido, y a los rostros de los circunstantes asoma una lágrima, que es el agua lustral que lava las legañas de la desesperación, un agua brotada del manantial más profundo de nuestra genealogía, allá donde el hombre se reconoce al contemplarse en el rostro de ese Nazareno que tiene por oficio salvar el mundo. Lo sigue su Madre bajo palio, envuelta en un olor de incienso y colmena derretida, escoltada de cirios que son un llanto trémulo y una promesa de luz. Y, de repente, rasgando las tinieblas, como un puñal purísimo, suena una saeta que es una oración en carne viva en la que cabe el innumerable dolor del mundo; y a lo lejos, en la penumbra de una casa, detrás de una reja, una anciana se santigua, porque Dios pasa por su calle.
La otra noche, mientras contemplaba el paso de una procesión desde el florido balcón de la casa donde me hospedo -la Giralda al fondo, apuntando a las estrellas-, reparé en una hermosa mujer rubia que avanzaba entre la multitud, como Ingrid Bergman en aquella película de Rossellini. Había en su avance algo de locura sagrada, una voluntad más firme que su mera envoltura carnal; había en su mirada una determinación que la incendiaba por dentro, tornándola ascua de una fe milenaria. Y, como si esa determinación contagiara de un sentimiento reverencial a quienes la rodeaban, la multitud se retrajo para que aquella mujer pudiera alcanzar el paso de la Virgen. Y vi a la mujer aferrarse al paso de la Virgen, la vi llorar sigilosamente y rezar una plegaria elemental, aprendida seguramente en la infancia, la vi perderse entre la comitiva, como prendida al manto de la Virgen. Y, mientras veía alejarse a esa mujer santa o pecadora por las calles de Sevilla, ensimismada en su oración, hermoseada por la llama rubia de su fe, pensé que acababa de pasar ante mis ojos la Esperanza hecha Carne; y, voto al cielo, también pensé que no había pasado en vano. Aún es posible resucitar en Sevilla; aún la desesperación no ha ganado la batalla.
Juan Manuel de Prada
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