sexta-feira, 21 de março de 2008

Jesús, ¿por qué callas en tu dolor?

Con un candil, Diógenes, a la luz del día, buscaba al hombre, no simplemente al varón, y no lo encontraba porque los ojos de Minerva no ven lo que solamente puede conocerse bajo la luz del Sol. Cuando cada uno se pregunta por la verdad del hombre, no hace sino expresar lo que es para sí mismo, un enigma; porque, para la razón, el hombre, cada hombre, es misterio.

Cuando nos intentamos atrapar sólo con ella, porque no podemos vivir sin saber quién somos, nos escapamos a nuestra tentativa de comprendernos. El hombre siempre presenta un carácter de más allá, su linde es plus ultra. Por ello, siempre resultan vanos los intentos de entenderse, que a lo largo de la historia del pensamiento se han dado o se puedan dar, auto-cercenándose: "el hombre no es más que..."

"He aquí el hombre" (idou ho anthropos – ecce homo), dice Poncio Pilato a los circunstantes, tras haber azotado a Jesús y no encontrar, en Él, delito. La clave de interpretación de los evangelios es la divinidad de Jesús, como reiteradamente recuerda Joseph Ratzinger / Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret. Pero no solamente es la revelación de Dios. Ese hombre, que en sí mismo dice a Dios, al revelarlo, desvela, a la par, quién es el hombre. Y a uno y a otro, cuando más los manifiesta es cuando aparentemente más los oculta, cuando de Él dice Isaías: "Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre" (Is 52,14). La verdad, sobre el hombre y sobre cada uno en particular, no es fruto de mera especulación ni tampoco es la idea que uno se pueda forjar sobre ese Jesús, sino que la encontramos conociéndole a Él y mirándonos, en Él, espejados, como hizo Durero autorretratándose bajo esa figura. Siendo Él, es como soy más yo mismo.

En el Ecce Homo, conocemos qué es de suyo el hombre, quién es y cuál el sentido de su vida, pero también qué está siendo de hecho. Al contemplar al hombre sin culpa ninguna, que ha sido azotado y que es entregado a lo que se quiera hacer con Él, nos encontramos con la máxima expresión de la Historia hecha contra el hombre y contra Dios. En esta escena de la Pasión podemos ver que el hombre es quien ha decidido hacer el mal; desde aquí, no puede extrañar que George Grosz titulara Ecce Homo a una colección de grabados con escenas de libertinaje y sadismo. Pero todo hombre de cualquier tiempo también es el atormentado por el mal, como intenta decir Lovis Corinth al pintar atemporalmente la escena.

Mas el hombre no está condenado a ser una cáscara de nuez movida al albur del oleaje del mal que él mismo ha forjado en la Historia. Jesús, en el Ecce Homo de Rembrandt, aparece, de humanidad la cumbre, por encima de todos. En medio de cuantos conspiran contra Él, ante la turba, frente a lo inevitable para cualquiera, soberano ante las circunstancias, es el hombre in-determinado, el totalmente libre de toda ligadura, aunque atado.

Jesús no comparece en el pretorio como el animal racional, sino como el animal sufriente. El hombre es la criatura que, además de recaer sobre ella el mal, está convocada a sufrirlo, a tomarlo entre sus manos y darle sentido. Los animales sólo sienten dolor; el hombre sufre y su sufrimiento es una llamada a vivirlo y no sólo a padecerlo. En el evangelio de San Juan, Jesús, silente, trasciende el sufrimiento, va más allá de su padecer padeciéndolo y así manifiesta su majestad; la burla de los soldados con la corona de espinas, la caña y la púrpura, lejos de ocultarla, la ha realzado. Tiziano, una de las veces que representa la escena, lo pinta a Él solo, mostrando su efigie regia; su serena dignidad, apenas cubierta por su bermejo manto, llena por completo el lienzo y lo desborda. Respuesta, en este momento, sin palabras, a la pregunta que Pilato le había hecho antes.

"Con que ¿tú eres rey?" Jesús le contestó: "Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (Jn 18, 37)

Ahora queda callado, mudo en todos nuestros sufrimientos, esperando que no lo condenemos con nuestras razones, deseando que lo escuchemos así, en silencio, para que Él, Verdad desnuda, se diga en nosotros.

Alfonso García Nuño, Libertad Digital

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