(sin fecha – 1948; extracto)
Mí querido Juan: muchas gracias por su carta última que he recibido hoy y que contesto hoy mismo.
Yo, como lo he dicho tantas veces, creo, y he creído siempre en un dios en inmanencia, y nada más. Y creo también que si yo me creara una imagen definida de ese dios, fuera del sentimiento bello de mi conciencia, sería una ofensa para él, porque entonces yo podría ser dios y él no podría ser igual que yo. Siendo él mi dios en conciencia llena de belleza, creo que se sentirá a gusto porque mi conciencia lo nombra como inmanente.
No olvide usted, querido Juan, que yo llevo 67 años pensando y sintiendo ese dios en mi vocación poética nunca decaída. Esto, me parece que también le gustará a dios. (...) Cristo creo yo que fue el hombre mejor, que ya es bastante y si resucitara como hombre mejor, esté usted seguro que vendría a verme a mí aquí a Riverdale.
(...)
Todas las cosas de la vida debemos hacerlas con amor y por amor al prójimo también cuando el prójimo quiere ser amable y amado, porque dios está en el prójimo y recibe el amor que le damos al prójimo. Que cada prójimo tenga a su dios es lo natural, ya que dios es una palabra, un nombre que se pone a lo que dios es y cada uno puede creer que es lo que es a su manera. Y el prójimo si tiene conciencia es digno de tanto respeto como dios. Cuando no tiene conciencia debe tratársele como se trata a una cosa, un árbol, por ejemplo, y esto no quiere decir que el trato deba ser desagradable. Yo suelo ser bueno con el prójimo y si a veces he sido duro lo he sido por defensa propia, como lo sería con un animalito venenoso. Usted está en el secreto de algunos casos.
Cuando mi sobrina Victoria decidió entrar en vida religiosa, su madre, su padre, toda su y mi familia quisieron evitarlo menos mi hermano Eustaquio y yo. Yo fui quien se puso decididamente de su parte, escribí una carta a sus padres y ella se fue al convento. Porque yo respeto el ideal de cada persona cuando se ve que es un ideal y lo respeto porque creo que un ideal es lo mismo que otro y si no, no sería un ideal y todos los ideales nos llevan a dios. Si todos tuviéramos un dios ideal interior propio todos seríamos felices y esa felicidad colectiva sería la divinidad verdadera, lo edénico. Las religiones, lo dijo Goethe ¡y qué bien dicho! son ideales colectivos para acoger a quienes no tienen un ideal propio. El ideal propio es la salvación del hombre en dios, en gracia, en conciencia. No hay dios superior a la conciencia porque en último caso la conciencia es la que encuentra a dios.
(Archivo familiar de los Herederos de Zenobia-Juan Ramón Jiménez. Con licencia de Dña. Carmen Hernández-Pinzón, representante de la Comunidad de Herederos. Publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, números.376-378, 1981, en Homenaje a Juan Ramón Jiménez).
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