El 26 de septiembre Benedicto XVI llegará a Praga. Han pasado veinte años de la revolución de terciopelo y los ciudadanos checos sienten un sabor agridulce al contemplar el recorrido. Prosperidad incierta, desorientación moral, falta de esperanza. Es una partitura que se interpreta más o menos en todos los países que se liberaron por aquellas fechas del dogal comunista, y que desafía muy especialmente a la Iglesia. |
Benedicto XVI estuvo ya en Polonia, nada más ser elegido Papa. Pero el caso polaco ha sido siempre especial. Ahora le espera Chequia, representante de un movimiento pendular que va de la exaltación de aquellos días heroicos de la revolución a la grisura actual que envuelve a la primera generación formada en un contexto de libertad. Los grandes ideales cívicos y espirituales que sirvieron para derribar la dictadura comunista no han mantenido su fuelle, y un aire de cinismo lo circunda todo: euroescepticismo, pérdida de las raíces cristianas, incertidumbre cara al futuro, miedo a perder la propia identidad. Todo esto lo han dicho los obispos checos en una carta dirigida al pueblo cristiano con motivo de la esperada visita del Papa. Una visita que no se celebrará en medio de aquel entusiasmo que recibió al Papa Wojtyla en la plaza de San Wenceslao, cuando toda la sociedad reconocía a la minoritaria comunidad católica un papel de catalizador de la resistencia, pero que si cabe será todavía más importante, porque ahora se trata estrictamente de la fe y de su capacidad para generar una nueva cultura en medio del desierto que avanza.
Bohemia nunca ha sido un territorio fácil para el catolicismo desde los días turbulentos de Jan Hus, cuya memoria sigue viva en el centro de Praga. Aún así, en los años de la estricta observancia soviética la Iglesia adquirió un renovado prestigio. A ello colaboró el comportamiento heroico del arzobispo Josef Beran, superviviente del campo de Dachau y posteriormente arrestado en su domicilio por el gobierno comunista; jamás lograron doblegarlo a pesar de una repugnante campaña de calumnias y de los intentos de dividir al clero y de separarlo de la obediencia a la Santa Sede. Su sucesor, el cardenal Frantisec Tomásek, fue conocido como "el roble de Bohemia"; también él sufrió el ostracismo y las presiones del régimen, pero no dejó de intervenir a favor de la libertad de la Iglesia. El actual arzobispo, Miroslav Vlk, fue ordenado en la clandestinidad y trabajaba como limpiacristales mientras atendía a sus comunidades bajo la amenaza de ser encarcelado. Ciertamente la diócesis de Praga puede estar orgullosa de este trébol de pastores para los tiempos difíciles que le ha tocado vivir. Pero quizás el más difícil de todos sea el actual.
En su carta para preparar la visita del Papa los obispos reconocen que "en este periodo la gente tiene miedo a perder su propia identidad y descubre su incapacidad para responder claramente a la pregunta sobre quiénes somos y cuál es nuestro papel en la sociedad". Y refiriéndose a la situación de los católicos reconocen que "si no sabemos quiénes somos y cuál es nuestra misión, terminaremos por defender tímidamente al cristianismo como una especie de debilidad personal para la que demandamos tolerancia, algo que está muy lejos de nuestra tarea de ser testigos de la verdad de Dios". No es éste el lugar para un análisis exhaustivo de qué ha sucedido en estos veinte años, pero es un hecho que después de la exaltación ha llegado el cansancio y tras el heroísmo la mediocridad. Esto vale para el conjunto de la sociedad (que arrastra las taras de la ideología comunista contra la que se levantó) y también para una Iglesia que fue un icono para la resistencia, pero que ha encontrado tremendas dificultades a la hora de realizar su misión en el nuevo contexto.
En realidad lo que ha sucedido en Chequia es una imagen sintética de un fenómeno que afecta a toda la Europa centro-oriental tras la caída del muro. El virus del relativismo ha mutado, y es ahora más fuerte y esquivo. El enemigo ya no es la ideología totalitaria perfectamente encarnada en personas e instituciones, sino que se expande por doquier, un poco como si fuera el aire que se respira. Y si hace veinte años había jóvenes desconocedores de su tradición cristiana que sin embargo miraban a la Iglesia como un faro de esperanza, la nueva generación que ahora llega a las universidades está embebida de los mitos del consumismo y el placer a bajo coste, se alimenta de series televisivas disolventes y oscila entre el desprecio y el rencor hacia la fe que forjó la historia de la nación. Es algo que no nos resulta difícil entender desde Occidente.
Benedicto XVI es ciertamente el hombre para esta estación de la historia centroeuropea. Sabe mejor que nadie que no basta una gloriosa tradición, ni la heroica resistencia frente al comunismo, ni la contundente afirmación de un discurso ortodoxo, para que la chispa de la fe vuelva a prender y a suscitar una vida bella y pujante. Es necesario volver a encontrar al cristianismo como hecho presente, capaz de dar razón de la propia vida y de las circunstancias de la historia, capaz de generar sociedad y de comunicar esperanza. Tras el comunismo la Iglesia se entregó (justamente) a la reconstrucción de templos e instituciones pero ahora urge otra reconstrucción más radical. La palabra y el testimonio del Papa darán una indicación preciosa para esa tarea.
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