Minotauro prisionero en un laberinto de rarezas, inquilino de túneles sonámbulos donde crece sigiloso el moho de las aberraciones, ogro desvalido y traumatizado por el recuerdo de una infancia atroz, Michael Jackson tenía el aire desvencijado de los hombres que han dejado de serlo hace mucho tiempo. Había en su mirada, que era la única circunstancia de su rostro en la que aún palpitaba -aterida de dolor y perplejidad- la vida, una petición de clemencia, una nostalgia anticipada del ataúd, un deseo lastimado de desvanecerse para ser plenamente esqueleto, para fosforescer bajo tierra y beber en el río de lotos del olvido. Y, a la espera de ese fin tan ansiado, las termitas de la locura lo iban minando poco a poco, lo iban vaciando de músicas, le iban blanqueando la calavera, hasta asemejarlo a una pálida radiografía, a un espantapájaros que acabase de salir de la sastrería con la mortaja puesta.
Era la imagen fantasmal del naufragio, de ese miedo frío que acampa en los corazones que han dejado de latir, de esa soledad oceánica que queda en los cuerpos cuando se han vaciado de alma. Era la imagen de un hombre dimitido de su piel, dimitido de sus sueños, dimitido de sí mismo, un mascarón de hombre que había perdido las ganas de seguir respirando, las ganas de seguir arrastrando sangre en las venas, las ganas de cortarse las venas para vaciarse de sangre, las ganas de sentir curiosidad o zozobra, tedio o esperanza. Pero en aquella carcasa vacía, añorante de la nada, anidó en otro tiempo el genio; en aquella sombra desahuciada habitó ese soplo divino que llena de belleza el mundo; y, en su caso, sopló tanto que acabó calcinándolo.
Yo, que tantas veces vibré con sus canciones en la adolescencia, siempre fantaseé con la posibilidad de que Michael Jackson resucitara de ese lecho de algas heladas donde se pudría su genio; fantaseé con la idea de que su música, que un día se quedó afónica, volviera a llenar el mundo, trémula como un pájaro; fantaseé con la idea de verlo otra vez en un escenario, lavado por el agua lustral de la redención. Pero Michael Jackson se fue hundiendo en los piélagos de espanto de la autodestrucción, en lodazales de sordidez y patetismo que apagaban el eco de sus canciones. Recluido en su rancho de Neverland, que era el cementerio de sus sueños y el hervidero de sus pesadillas, mientras la herrumbre se apoderaba de los tiovivos que un día acogieron la algarabía de los niños que quiso apacentar como un Peter Pan redivivo, los buitres merodeaban su cadáver anticipado, expectantes de la carroña que luego vomitaban en la prensa, para alimento de las multitudes que en otro tiempo lo adoraron y que en los últimos años paladeaban con inescrutable deleite su decadencia.
Michael Jackson ha satisfecho esa abyecta pulsión humana que obtiene placer en la demolición de los mitos que previamente ha erigido. Su descenso a los abismos de la degradación y la extravagancia se contemplaba con regocijo, porque ejemplificaba la verdad de aquella sentencia clásica: «Cuanto mayor es el ascenso, más dura será la caída». Y el mundo que en la cima de la gloria lo veneró experimentaba una suerte de alivio compensatorio -un alivio cetrino, infrahumano, miserable-ante el espectáculo de su desgracia. Siempre me resistí a considerar a Michael Jackson ese epítome de depravaciones que nos pintan las crónicas más sensacionalistas. Pero, aunque lo fuera, más digna de estudio clínico que sus hipotéticas depravaciones resulta esa patología social que se deleita ensañadamente en la destrucción del ídolo caído.
El hombre que ayer murió era el despojo de ese festín caníbal. Pero en sus canciones alienta ese soplo divino, inalcanzable para los buitres, que calcina a los genios e impulsa el vuelo de los ángeles.
Juan Manuel de Prada
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