En el próximo mes de julio celebramos un cumpleaños macabro: el de ETA. El 31 de ese mes –festividad de San Ignacio de Loyola– de hace ahora cincuenta años, nacía la salvaje banda. Antes, en 1952, las juventudes del PNV, "Euzko Gaztedi", y el grupúsculo universitario "Ekin" se habían fundido en el seno peneuvista. Pero disensiones entre éstos y la dirección del partido llevaron a la ruptura, en mayo de 1958. Entonces, el grupo que después sería ETA ya estaba formado, y lanzado al activismo político por la secesión vasca, que pronto se convirtió en terrorismo, tanto en dictadura como en democracia.
Durante la dictadura franquista, ETA pasó por dos fases bien definidas. En la primera, durante los años sesenta, realiza pequeños sabotajes, coloca ikurriñas, provoca incidentes. Sobre todo, agita. Pero su carácter salvaje sobresalía: con una bomba, mata en San Sebastián al bebé Begoña Urroz, en junio de 1960. En 1961, trata de hacer descarrilar un tren de ex combatientes. Años después, en 1968, asesinaría al guardia de tráfico José Pardines, a Melitón Manzanas y a Fermín Monasterio. Inicia conscientemente la fase de banda terrorista, dedicada a y para el terror.
La torpe reacción franquista a los desmanes de la banda –primero ocultación y posteriormente engrandecimiento–, la hizo crecer y la legitimó hasta límites insospechados. A finales de los años setenta, la banda alcanza el máximo de legitimidad, incluso internacional, a través de dos acontecimientos: el Proceso de Burgos de 1970 y el asesinato de Carrero Blanco en 1973. Gran parte de la izquierda, además, la consideraría la vanguardia de la lucha antifranquista, obviando que sus intenciones iban por otro lado, y que era más totalitaria aún que el régimen franquista.
Después, ETA busca desestabilizar la transición a la democracia, primero, y el sistema democrático, después. Los primeros ochenta marcan el punto álgido de influencia, en el País Vasco y en toda España, de la banda asesina. Entre 1982 y 1996 –en la época de los gobiernos de Felipe González– se produce una lenta normalización política en el País Vasco, y una mejora de la acción policial –caso de Bidart, en 1992. Pero hay dos hechos que lastran al Estado: los crímenes del GAL y la corrupción a ellos ligada, y los procesos negociadores, continuos hasta 1996. En esta época, los socialistas muestran una incapacidad estructural para acabar con ETA. La combaten ilegalmente legitimándola, y cuando no, negocian con ella legitimándola igualmente.
Hay que esperar a 1996 para ver al Estado combatiendo con garantías a ETA. Los ocho años de Gobierno de Aznar fueron para la banda los más negros estos cincuenta años. Entre 1996 y 2004, el Estado se niega a negociar con ella, aumenta la presión policial, la presión internacional, la social y la legal. ETA pasa a estar a la defensiva, perseguida sin tregua y con todos sus frentes acosados. A punto estuvo, entonces, de acabar derrotada definitivamente, y todo parece indicar que de seguirse con esa política, hubiese mordido el polvo.
Tras 2004, se produce una vuelta a la clásica política socialista. El proceso de negociación que condujo a la tregua de 2006 y al Pacto de Loyola entre PSOE, PNV y ETA/Batasuna, supuso un retroceso importante, alejando la derrota del horizonte. ¿Y hoy? Actualmente, la dificultad sigue estando en que el PSOE de Zapatero no desea la derrota total de ETA, sino una derrota parcial y negociada, con contrapartidas políticas y reformas institucionales y sociales.
Resulta muy difícil que los socialistas acaben con ETA, porque nunca han mostrado voluntad determinante de hacerlo, ni en 1982 ni a partir de 2004. Más bien han combinado la lucha policial con la negociación y pactos con la banda, y eso siendo generosos. Más allá de una futura negociación, el Estado funciona por la inercia legal y policial heredada en 2004. Desde entonces, no se ha profundizado en reformas legales y judiciales, no se ha impulsado la eficacia policial ni se ha incrementado el aislamiento social de la banda. El PSOE funciona hoy con el soft-power que tan malos resultados ha dado en los cincuenta años de vida de ETA. Con otra política, podían haber sido los últimos. Por desgracia, no es así.
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